A sus hijas, Sylvia, Marina y Sandra
Escribió en uno de sus libros el recordado Marcel Roche que «la ciencia era mucho más de lo que el científico hacía en su laboratorio, en su oficina, y que tanto para que la ciencia naciera como para que se aplicara había que mover innumerables hilos en todos los sectores …”, incluso, señalaría yo, los de las ciencias sociales y humanas. Desde su condición de investigador de ciencia básica pudo ver, así pues, que topábamos con un proceso de carácter social.
Una historia en muy poquitas palabras
Si se me permite una simplificación, en aras de la brevedad que exige un artículo (y aunque no le hace justicia a investigadores como Gabaldón, Beauperthuy y otros cuantos científicos), hace poco más de medio siglo, en Venezuela la actividad científica era considerada una tarea más o menos insólita. Si cabe una comparación, que tal vez incurra en cierta desmesura, semejaba a la ciencia norteamericana antes de Benjamín Franklin, de acuerdo con la descripción de Isaac Asimov: “…una actividad de caballeros, una sobria inspección sobre la realidad del universo, nacida de la curiosidad intelectual, motivación completamente divorciada de las cosas prácticas de la vida”.
Desde la calle los científicos eran vistos como seres muy inteligentes, pero extraños. Los laboratorios eran recintos casi sagrados, inmunes a los vientos que soplaban desde afuera, vedados a cualquiera que no tuviera una bata blanca y unos anteojos que delataran el desvelo por el estudio. Eran, así pues, lugares amoblados por aparatos estrambóticos y costosos, en el que se hacían cosas que, se creía, solo interesaban a quienes allí́ trabajaban.
El país se movía dentro de coordenadas que poco tenían que ver con la investigación, esta le importaba muy poco y se entendía, más bien, como asunto de americanos, europeos y un poquito menos, y a su modo, de japoneses. Nuestra relación con el tema se dejaba ver apenas por los lados de la tecnología, expresada exclusivamente en la necesidad de comprar maquinarias y equipos a fin de echar a andar nuestra incipiente industria, mediante actividades llevadas a cabo a cabo en forma indiscriminada y sin que por lo general mediaran procesos de transferencia, asimilación y aprendizaje de conocimientos. Se explica, entonces, que en cierta ocasión importáramos tractores con sistemas de calefacción para emplearlos en el sur del país y barredoras de nieve como parte del diseño sueco de un hospital que se edificaría en Maracaibo. Desde luego, nada tienen que ver estos casos que forman parte del anecdotario nacional con los relevantes esfuerzos que se hicieron posteriormente y se plasmaron en la industria petrolera y algunas empresas básicas, así como en iniciativas de carácter privado, una obra que se ha ido desvaneciendo en los últimos tiempos, lamentablemente.
La ciencia como hecho social
Los Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología surgieron con la creación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (Conicit), a comienzos de la década de los setenta. Esta circunstancia hizo –apunta un texto de Yajaira Freites– que en un principio “su quehacer se subordinase a las consideraciones de inmediatez, aplicación y visibilidad de la información, preferencialmente en forma estadística, derivando en una escasa reflexión conceptual”.
En este marco destaca aún más el mérito de la obra pionera de Olga Gasparini, una joven socióloga que se encontraba en la mitad de sus treinta años, de cuya muerte ha pasado ya medio siglo. Se trata de un libro escrito en 1969, La investigación en Venezuela, condiciones de su desarrollo, seguramente el primer asomo de una fotografía de nuestra ciencia, junto con el esbozo de algunas consideraciones que pretendían explicarla. Hace pocos años, el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), por iniciativa de su director Eloy Sira, tuvo la buena idea de reeditarlo. Buena idea, creo, porque trae a la memoria una obra importante que, entre otras cosas, contribuyó a crear una perspectiva que mostraba a la ciencia como una construcción social, influenciada por valores e intereses de diversa índole y de consecuencias tanto negativas como positivas. A insinuar, en fin, que la generación, distribución y utilización de los conocimientos implican procesos marcados por la ideología, la política, la economía, la historia y la cultura, expresión de su estrechísima, complicada y hasta enrevesada conexión con la sociedad, cuyo análisis resulta absolutamente imprescindible, más aún en este siglo XXI, rotulado por tan rápidas y “disruptivas” transformaciones en el área del desarrollo tecnocientífico, ocasionando enormes consecuencias en todos los espacios de la vida humana. Expresado de otra manera, abrió paso al ojo escrutador de las ciencias sociales y humanas, denominadas con cierto desdén “ciencias blandas”, lo que recuerda, como dije al principio, su condición de hecho social y por supuesto político.
Un crimen de “lesa academia”
A partir de lo anterior, resulta imposible no hacer un paréntesis y advertir sobre el reciente anuncio realizado por las autoridades del gobierno, en el sentido de presionar a nuestras universidades a incluir nuevas carreras, diseñadas en función de las “necesidades del país”, lo que incluye, vaya usted a saber la razón, el relegamiento a un rincón de las carreras de ciencias sociales y humanas. Diría, pues, que de terminar siendo cierta esta ocurrencia (en torno a la cual, como es costumbre, hay diversas versiones), nos encontramos frente a un crimen de “lesa academia”, si cabe la expresión.
Una corta referencia personal
Si se me da la licencia para darle un tono personal a estas líneas, diré que en las postrimerías de la década de los años sesenta fui alumno de la querida profe Gasparini en la Escuela de Sociología y Antropología de la Universidad Central de Venezuela. Por una serie de casualidades y gracias a varias carambolas lubricadas por la buena suerte, que es como se fraguan los acontecimientos importantes de la vida de cada quien, fui, junto con Mariadela Villanueva y Marcel Antonorsi, asistente en el Departamento de Sociología y Estadísticas, dirigido por ella, en el recién fundado Conicit. Allí, siendo todavía estudiante, aprendí́ a interesarme en un tema que me resultaba casi absolutamente indiferente, que con el paso del tiempo se fue convirtiendo en el eje central de mi vida profesional, haciéndola entretenida y hasta divertida. Sé que frases parecidas las he escrito o dicho unas cuantas veces y que posiblemente volveré a hacerlo. Pero es que el agradecimiento no se agota.
El citado departamento estuvo integrado, además, por la socióloga Dulce Arnao de Uzcátegui, quien con el correr del tiempo seria ministra de Ciencia y Tecnología en el segundo gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez, por Jeannete Abohuamad de Hobaica, en calidad de asesora, por el estadístico Raúl Rodríguez, así como por el economista Virgilio Urbina, además de los citados Marcel y Mariadela, todos gente muy entrañable. Su primera tarea fue la de llevar a cabo un estudio sobre la capacidad nacional de investigación y desarrollo. La profe Gasparini murió́ cuando el trabajo se encontraba más o menos a mitad de camino y no llegó a ver un libro que, sin duda, lleva su impronta, así como la llevan distintas iniciativas que fueron dando lugar a un molde inicial para encauzar el desarrollo científico y, en menor grado, el desarrollo tecnológico en nuestro país.
La época actual: demasiada incertidumbre
El tiempo pasa y las cosas cambian, suele reiterar Perogrullo, y las coordenadas para pensar la situación de hoy en día son muy disimiles respecto a aquellas que marcaron el tiempo de la profe Gasparini. Actualmente, el conocimiento científico y tecnológico es considerado un factor determinante en la estructuración y desenvolvimiento de las sociedades contemporáneas, constituyendo, ciertamente, el sello característico de los tiempos que corren.
Aún faltan herramientas necesarias para identificar el sentido de las transformaciones que están ocurriendo, a fin de de comprenderlas, sopesarlas y poder encararlas. Carecemos de respuestas, que en buena medida deben provenir de las Ciencias Sociales y Humanas. Es que, como diría Asimov, la cultura avanza más lento que las transformaciones tecnológicas. Carecemos, entonces, de libreto para calibrar sus efectos, los buenos y los malos.
Es apremiante, entonces, la necesidad de ir creando otros parámetros con el objeto de lidiar con un futuro que empezó́ ya a hacerse presente, recordando que, como dijo alguien, no hay nada más práctico que una buena teoría. Y esta solo es posible a partir del trabajo sinérgico entre las ciencias sociales, las ciencias humanas y las ciencias naturales. A cincuenta años de su desaparición, me pregunto qué diría la profe Olga de este planeta tan complejo y enredado en el que habitamos los terrícolas. No sé, pero de lo que estoy seguro es de que sería bueno que anduviera por estos lares. Se echa de menos su inteligencia y su afabilidad.