Una joven novicia llega a un convento en Roma. Se respira un ambiente de cordialidad y costumbrismo, evocando al corto de Alice Rohrwacher, Pupils. Las niñas sonríen y juegan con las monjas, en escenas clásicas del neorrealismo. Pero es una felicidad aparente, posiblemente impostada. Alrededor, la ciudad estalla en varias protestas estudiantiles, amenazando la estabilidad, el orden, la supuesta paz social.

Previamente, descubrimos un “cold open”, uno de aquellos de la tradición de El exorcista y de la primera Omen. Un padre con rasgos de Karras, increpa a un jerarca superior, con look de Max von Sydow, en la puerta de una iglesia. Hay un vitral sobre los dos en movimiento.

La edición compagina el suspenso con el ritmo de un De Palma, consciente de lo retro, a la forma del intro de Suspiria. El vidrio se quiebra y la pesadilla comienza.

La Primera Profecía aglutina y metaboliza referencias, no en un alarde de “cinefilia boba”, sino en un planteo de revisión demoniaca y blasfema, cifrada en la sonrisa sangrienta de Charles Dance.

La directora filma y rueda uno de los debuts del año, uno inquietante y enigmático como el de Henry, el retrato de un asesino. Puede existir la tentación del crítico de excomulgar a la realizadora, por proponer una lectura femenina del clásico. No faltará el que la crucifique por “woke”.

No obstante, la cinta se permite romper con cualquier etiqueta del montón, del manual del boomer enojado por el sacrilegio de la generación de relevo, al preocuparse por ejercer el oficio antiguo de la dotación de espanto, con autoridad y dignidad.

La directora comprende bien su lugar en el mundo, después de la era de El bebé de Rosemary, la modernidad iconoclasta de Bergman y Buñuel.

Sitúa la historia en unos problemáticos años setenta, que cada vez se parecen más a una antesala del infierno del 2024, amén de sus teorías de complot, de la totalidad como conspiración que profetizó Jameson a partir de Blow Up y Blow Out.

La fuerza del filme radica en el esmero de contar un relato iniciático, con la mala uva de las posesiones de Friedkin y Zulawski.

Hay atributos en la selección de los elementos del casting, especialmente en la dirección de la protagonista, quien ofrece un performance salvaje de un cuerpo simbólico en estado de implosión. Una escena sin cortes la consagra delante de la cámara. Ver para creer, nos rememora el efecto de contorsión de la metalera, El exorcismo de Emily Rose, influida por los movimientos satánicos del rock más gutural de Los Sepultura y Pantera de este planeta.

La protagonista antes se libera bailando en una disco romana. Es una secuencia hermosa, una que los franceses suelen plasmar con la extrañeza de un Bonello, de un Grandieux, de un Carax. Es un guiño a la sensualidad, a la ritualidad del viejo cine ochentero de las imágenes, que absorbió las estéticas de la publicidad, la moda y el video clip. Hoy tendría un renacimiento y un funeral en Euphoria.

Lo cierto es que la danza de First Omen funciona, más allá del reclamo burocrático de ser un trámite de un estudio, una precuela.

Recientemente, David Gordon Green se hundió con el intento de reflotar El exorcista. De modo que no es tarea sencilla realizar un derivado exitoso de una franquicia amada.

Ignoro cómo tomarán mis colegas La primera profecía. No he leído nada hasta la fecha. Pero como fanático extremo del terror, creo que estamos ante un trébol.

Una película que asusta, que te hace pensar, que moverá a la polémica, que cumplirá con que unos la amemos y otros la odien.

Una que demuestra que el cine sigue vivo, y que tiene el futuro de una mujer, que tranquilamente se sienta en la mesa de Julia Ducournau.

Incluso, me gusta más que Titane.

Esta es menos solemne y su diseño sonoro pide a gritos un estudio profundo.


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