He vuelto ya.
Mamá, papá, he vuelto.
Hermanos aquí estoy como antes,
cantando en las noches de invierno,
con mi seco corazón de pan y piedra.
Javier Heraud
El zumbido de los disparos cubre el aire como abejorros de mortal espesura, las amenazantes balas arriman el peligro junto a la piel de dos jóvenes que huyen a la carrera entre los árboles y matorrales, la respiración entrecortada está cargada con el vaho de esa tórrida zona, la angustia se hace estrecha compañera, los hombres alcanzan el borde de un farallón, frente a ellos la inmensidad, abajo está el río Madre de Dios que se abre en un rugido, mil metros de ancho y pesadas corrientes son la inalcanzable salvación; decididos los lozanos seres se arrojan sin otro destino que lo incierto. El bravo torrente les deja sin aliento, exhaustos logran hacerse con una maltrecha canoa, con el resto de las fuerzas rompen el agua en una lucha de remos y desesperación, la frágil embarcación, casi a la deriva los deja expuestos a la lluvia del fuego, desde cada flanco los proyectiles hacen naufragar la ilusión de la vida. La metralla muerde con furia los ideales de aquellos tránsfugas. Vencidos, atan una camisa blanca a uno de los remos como muestra de rendición, se miran en la complicidad con que solo pueden hacerlo aquellos que han germinado a luz de los sueños y enfrentan incólumes el fin. El crudo fuego se abalanza sobre ellos sin honra ni razón, uno cae herido y lamenta que ese sea el quebranto de la causa; el otro, de figura enorme sigue agitando la improvisada bandera, en sus ojos hay miedo pero también la grandeza de la valentía, una bala lo golpea y hace tambalear su fornido cuerpo, otra más certera se ensaña con su espalda y sale rompiendo el pecho como una flor sangrienta, se desploma al fondo del malogrado bote, el plomo se envicia diecisiete veces más en sus carnes, desangrándose así la voluntad de un poeta, mientras, la muerte deja su amargo beso sobre la juvenil esperanza. La sangre se abraza con las sofocantes aguas, el sol prende destellos en el rojo caldo dibujando óbolos para Caronte. En la sanguinolenta tristeza se marchita el capullo de una sonrisa y la voz de las promesas se hunde en el oscuro silencio… ¡Han matado a Javier Heraud!
15 de mayo de 1963, en las cercanías a Puerto Maldonado es abatido el joven poeta Javier Heraud, quien con apenas 21 años estremeció las letras de su Perú natal, la terrible noticia sacudió con estruendo a la sociedad peruana. Heraud un prominente intelectual, había sido asesinado como integrante del Ejército de Liberación Nacional (ELNP); el desconcierto se adueña de la opinión pública: Javier Heraud, aquel bardo que trajo aire fresco al lirismo y era un enorme promesa de su país y del resto de nuestra América, estaba muerto.
Dueño de una exultante sensibilidad, desde la adolescencia Heraud cautiva con entrañables prosas y verso libre. A los dieciséis años da pasos en la lirica que resuenan con vitalidad y rápidamente se levanta como una respetada, admirada y sentida referencia no solo para la juventud sino para los círculos de intelectuales. El joven aedo dejaría una serie de trabajos que tienen su bien logrado lugar entre las letras y son vigentes referencias de la generación del sesenta, aquella a la que pertenece junto a César Calvo, Arturo Corcuera, Antonio Cisneros y Reynaldo Naranjo, entre otros. Los libros El río (1960), El viaje (1960) y Estación reunida (1961), lo ubican entre los referentes más importantes de la poesía contemporánea de ese país andino.
Influido por el triunfo de la Revolución cubana, el renacimiento de la lucha campesina en el sur del Perú y el pensamiento que se gestaba en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, casa de estudios del poeta, hacen que a 19 años Javier Heraud se inscriba en un nuevo partido, el Movimiento Social Progresista, organización de izquierda crítica en la que militaba un nutrido grupo de intelectuales y destacados políticos de la importancia de Augusto y Sebastián Salazar Bondy o Alberto Ruiz Eldredge. Para ese entonces emprende un viaje que lo llevará a España y Francia, lugares en los que entra en contacto con Mario Vargas Llosa y otros escritores y pensadores de América,ese periplo tiene como principal destino la Unión Soviética. Es en esa nación donde Heraud acabaría de conformar su identificación política. De regreso a Lima fija una postura aún más fuerte en contra de la situación de injusticia generalizada que atraviesa esa nación y se manifiesta abiertamente contrario a la dictadura militar de Ricardo Pérez Godoy.
Gracias a la mística e inspiración que Fidel Castro y el Che Guevara regaban por toda América, los vientos de transformación se anidaron en las mentes y las almas de los jóvenes de aquellos años. Esto impulsó a Heraud a viajar a Cuba, país al que va para estudiar cine en La Habana; no obstante, una vez allí se vincula con operación que tendría por objetivo iniciar la lucha armada en el Perú. En 1963, viaja secretamente de regreso, ingresando por Brasil y Bolivia hasta el departamento de Madre de Dios, con una pequeña avanzada que tenía el propósito de encender la llama del cambio por medio de las armas. La mañana del 15 de mayo son acorralados por organismos de seguridad y el grupo se dispersa, Heraud y Alain Elías huyen por el río y son brutalmente atacados a pesar de estar rendidos, ocasionando el homicidio de Heraud.
Luego de su fallecimiento, Javier Heraud conmueve de manera contúndente a grandes sectores de la juventud al ser considerado un mártir, un auténtico individuo de ideas. Su creación tuvo una sonora repercusión en ese entonces y en las generaciones posteriores. En el imaginario de muchos, su rostro fue el cariz para la idealización de una inocencia contestataria y aguerrida que antepuso su integridad en procura de los ideales. La reconocida compositora Chabuca Granda escribió una canción, quizá una de sus más sentidas, Las flores buenas de Javier, hermosa y melancólica elegía que ilustra idílicamente la expiación de Heraud. Más recientemente, dos largometrajes dan cuenta de la influencia e importancia que aún despierta este romántico personaje: el largometraje documental El viaje de Javier Heraud (2020), dirigido por Javier Corcuera, y la película de ficción La pasión de Javier (2019), de Eduardo Guillot, revitalizan y traen al presente a este enigmático hombre, quien no solo con su obra sino con la talla de su dimensión humana se hizo un símbolo.
Ante el presentimiento de que su decisión le conduciría a un fatal desenlace, Heraud escribe una carta a su madre en la que revela su profundo compromiso por la transformación de su país: “… No me guardes rencor si algo me pasa. Yo hubiese querido vivir para agradecerte lo que has hecho por mí, pero no podría vivir sin servir a mi pueblo y a mi patria”. El sacrificio de Heraud nos evidencia el talante de sus convicciones y la integridad de los principios que poseía, un fidedigno reflejo de la visión sociopolítica que predominaba en la intelectualidad de esos años y, sobre todo, nos presenta un hombre despojado de indiferencia y con la consciencia que no se puede transformar la realidad sin una entrega.
Heraud se desborda más allá de su obra literaria; las circunstancias de su existencia y el tiempo han contribuido a que se erija un culto a su entorno. Con poemas llenos de delicadeza dio brillo al verso y con su vigor abrió un campo florido de reflexión. Sin espacios para la duda, este juglar de otra época fue valeroso al escoger su muerte; su fin es reflejo de un tránsito por el mundo sin muescas de egoísmo, sin la ceguera de la indiferencia y, principalmente, del gozo de la entrega de la vida por los otros. Javier Heraud aún mantiene frescas sus flores como banderas: por siempre poeta, por siempre hermandad y por siempre la promesa de la justicia eterna.
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