“Chávez intentó ser presidente de por vida, y lo fue, pero la enfermedad le frustró su sueño. Dejó una Venezuela más pobre que la que encontró en 1999, cuando tomó el poder”. Estas son palabras de Madeleine Albright plasmadas en su libro Fascism, cuyo capítulo 9, titulado “President for Life”, está dedicado a Venezuela. La naturaleza le impidió al comandante que su deseo se convirtiese en realidad; sin embargo, delegó en su elegido la materialización de su proyecto socialista: “Quiero que el proceso hacia el socialismo siga su rumbo. Y la persona adecuada para lograrlo es Nicolás”, dijo Chávez el 10 de diciembre de 2012.
Madeleine Albright afirma en su libro que Nicolás Maduro tiene todos los defectos de su mentor, pero ninguna de sus virtudes. Entre estas virtudes destacan el carisma y la chispa de Chávez, demostradas en su rol de animador y aprovechadas gracias a la bonanza petrolera. Igualmente, la diplomática y profesora opina que al comandante le gustaba humillar a sus oponentes, bordeaba la línea roja pero no la cruzaba. Al contrario, su sucesor, más comprometido ideológicamente con el castrismo, no se detiene ante esa línea, que el imaginario piensa que no es posible transgredir. Lo hace una y otra vez sin consecuencias aparentes, como si estuviese protegido por el “efecto teflón”: “todo le resbala; nada se le pega”.
Este año ha sido muy malo para Venezuela: crisis humanitaria, colapso de la economía y de los servicios públicos más elementales y hasta escasez de gasolina en el país con mayores reservas petroleras del mundo. Por si fuera poco, el régimen utiliza la pandemia para expandir el Estado policial y está por fulminar la salida electoral. Algunos predicen que la posibilidad de cambiar al régimen por la vía del voto es cada día más difícil, por no decir imposible. Y esto nos pone frente a las reflexiones de Madeleine Albright sobre la presidencia socialista de por vida: ¿el chavismo llegó para quedarse?
Es en este contexto, cabe la pregunta: ¿cómo pueden interpretarse las “sentencias” 68, 69, 70, 71 y 72 de junio de este año? En estas decisiones, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia designó a los rectores del Consejo Nacional Electoral, intervino los partidos políticos Acción Democrática y Primero Justicia y designó sus directivas bajo la modalidad “ad hoc”, al tiempo que autoriza a estas “directivas” a usar la tarjeta electoral y los logos de esas organizaciones. El 18 de junio, la Academia de Ciencias Políticas y Sociales emitió un pronunciamiento explicando las razones jurídicas por cuales estas decisiones son inconstitucionales.
Los fallos de la Sala Constitucional crearon una situación de hecho que constituye un obstáculo a una solución electoral con las garantías necesarias para garantizar que una derrota del chavismo sea reconocida. El control de Consejo Nacional Electoral y la falta de garantías electorales ha creado el ambiente que busca el PSUV: la abstención.
La secuencia de “decisiones” de la Sala Constitucional ha dibujado un “proceso electoral” que emula lo ocurrido en las “elecciones” de mayo de 2018. El propósito del régimen es alcanzar una mayoría calificada de curules, a pesar de obtener una minoría de votos y ser rotundamente rechazado por la población. Esta estratagema está basada en la regla que dice: “Si no puedes ganar el juego, cambia las reglas”. Se trata de una operación burda, que lejos de resolverle el problema político, lo complica aún más. Y lo que es peor aún: profundiza la pesadilla que vivimos en Venezuela.
A riesgo de sucumbir ante los lugares comunes y los prejuicios, hay que recordar que la política es el arte de lo posible. No es una quimera que esta situación pueda ser revertida. Y eso solo sería alcanzable si se ponen de lado las diferencias, se controlan los egos, se deja de lado la intolerancia, se arma una estrategia unitaria y se le habla claro al país. La sociedad civil —y no exclusivamente los partidos— debe ser la protagonista nuclear de la unidad. El propósito es transformar el sentimiento de frustración para lograr un cambio en el cual participen todos.
El sectarismo y la exclusión es el mayor impedimento que tenemos para poder lograr el rescate de la libertad. Los conflictos internos en los partidos pueden evitarse con políticas que incluyan y no que resten. Los líderes de nuestros partidos deben recordar la sabia regla acuñada por el ex presidente de Estados Unidos Lyndon Johnson al referirse a Edgar J. Hoover, el poderoso director de la Agencia Federal de Investigación: “Es mejor tener a tus enemigos dentro de tu tienda orinando hacia afuera, que tenerlos afuera orinando hacia adentro” (It’s better to have your enemies inside your tent pissing out, than outside pissing in).
La única opción que queda es la señalada unidad para intentar buscar un proceso electoral con todas las garantías de protección del voto. Lo ha anunciado Rafael Simón Jiménez, uno de los rectores designados judicialmente. Jiménez es un historiador que ha publicado libros de grata lectura. El pleito entre los dos Rómulos, uno de ellos, está lleno de anécdotas y de buena información en el cual plasma su propio análisis. Es un político con experiencia y con actividad intelectual. Dos razones para pensar que podría tener éxito en su gestión. El tiempo lo dirá.
Hay algo sobre Jiménez que no puede pasar inadvertido. El día 12 de junio declaró en la sede del Tribunal Supremo de Justicia que reconoce “a la directiva de la Asamblea Nacional de Juan Guaidó”, es decir, a la institución desconocida por la propia decisión que lo nombró rector. Eso es un indicio que hace pensar que no será manipulado por los intereses del PSUV. Es necesario revertir las decisiones que le arrebataron las tarjetas y los símbolos partidistas a Acción Democrática y a Primero Justicia. En esto Rafael Simón Jiménez puede jugar un rol determinante. Este es un asunto fundamental para que pueda haber elecciones y no una simulación electoral.
Si la política es el arte de lo posible, no se puede descartar que una estrategia acertada, basada en la unidad, pueda llevarnos a rescatar la libertad. De esa manera, se evitaría que la presidencia vitalicia, a la que se refería Madeleine Albright, se haga realidad.