Es milenario, acaso consustancial a la especie, reflexionar sobre cómo conocer el mundo en que vivimos, sobre todo porque está en juego la acción sobre él, y entonces la sobrevivencia misma. Durante milenios el pensamiento se ha dedicado a estudiar el método de conocer, cómo dar con la verdad. Sobre todo en el mundo moderno en que el nacimiento de la ciencia natural que complejiza la creencia, “infantil” decía Descartes, de que las cosas son como nos las muestran los sentidos, como las “vemos”.
La nueva ciencia naciente con la modernidad, la física, demuestra que los sentidos nos engañan y las cosas son como las pensamos (matemáticamente). De ahí en adelante la teoría del conocimiento pasa a ser capítulo principal de la filosofía. Si queremos conocer, debemos saber cómo se conoce.
Para simplificar este complicadísimo problema, sobre todo en el mundo del conocimiento de lo humano, digamos que hoy predomina una suerte de escepticismo moderado donde ni siquiera en las ciencias “duras” (naturales) hay verdades absolutas y definitivas, si no estas no progresarían.
Podría ilustrarlo con Popper, las proposiciones teóricas verdaderas son solo aquellas que no han podido demostrarse como falsas, pero que podrían serlo un buen día. Los científicos deben insistir en falsearlas, no en confirmarlas.
En las disciplinas humanísticas, que son las que están en juego realmente, la cosa es más grave porque no son en propiedad ciencias y sus afirmaciones dependen del sujeto que las elabora y sus circunstancias, los puntos de vista previos y los intereses en última instancia. Llamémoslo historicismo.
Todas estas banalidades epistemológicas para decir que por allí anda rondando una categoría, la posverdad, que sería una de las causales del actual lamentable estado de cosas del planeta, más concretamente de la decadencia de la democracia. En pocas palabras, a la gente ya no le importa la verdad sino que cree lo que le conviene creer o le hacen creer con arteros métodos de poder y control. Y el asunto es que no encuentro ninguna ruptura con el pasado. Solo es cierto, y es muy digno de estudio, que hay una diferencia de grado en la medida en que tenemos medios de comunicación más poderosos e invasivos, que hay maneras más sofisticadas de medir las conductas humanas y manipularlas o que renacen extremismos políticos y hasta las más primitivas creencias y prejuicios, que la democracia disminuye, se degrada o es solo un disfraz.
Pero eso existe desde siempre, solo que ha sido repotenciado por la revolución comunicacional, el recrudecimiento de la conflictividad mundial, la falta de fines colectivos o grandes discursos, el individualismo consumista, la creciente desigualdad, etc.
Ese carácter de ruptura epocal en el conocimiento y su difusión, en especial se le atribuye a algo no menos turbio y plurisignificante que suele llamarse populismo y que se aplica a las situaciones sociopolíticas más diversas y aun contradictorias.
Esa posverdad no es sino una multiplicación de los efectos de entidades existentes de siempre en la correlación entre los hombres en sociedad y que no ha mucho se llamaba ideología. Y es el hecho de que todo pensamiento social está condicionado por los conflictos en que se engendra, para bien o para mal. Lo que hace que esta omnipresencia de la mentira como una novedad al parecer creada por algunos monstruosos dueños del poder, no parece ser sino otra falacia, cuyo fin es ocultar el poder que mueve los grandes aparatos que difunden ideología o la imponen, como siempre ha ocurrido, desde que se inauguró la historia y los poderosos se apropian de la palabra, del botín en disputa y los frutos que contiene. Muy genéricamente yo llamaría al poder que hoy predomina, habla y actúa, capitalismo a secas. Muy variado por supuesto, mejor y peor.