OPINIÓN

¿La política industrial es como la vitamina C o como la penicilina?

por Ricardo Hausmann / Project Syndicate Ricardo Hausmann / Project Syndicate

La vitamina C tal vez no sea particularmente efectiva a la hora de prevenir el resfrío común o tratar el cáncer (más allá de los argumentos en contra de Linus Pauling), pero una falta de vitamina C puede causar escorbuto. Como resultado de ello, su consumo diario es esencial para una dieta saludable. Por el contrario, la penicilina cura infecciones bacterianas, aunque un uso excesivo puede producir gérmenes resistentes a las drogas. Por lo tanto, solo se la debería ingerir cuando fuera absolutamente necesario.

Ahora bien, ¿la política industrial se parece más a la vitamina C o a la penicilina? ¿Una deficiencia puede generar problemas, de manera que es crucial ingerir cantidades regulares y modestas para que una economía funcione bien? ¿O se la debería utilizar con moderación para combatir un determinado tipo de infección?

En este contexto, las infecciones representan fallas de mercado, que muchos economistas tienden a ver más como la excepción que como la regla. Ellos dirían que dejar que el cuerpo se cure a sí mismo es mejor que intervenir. Como dice el viejo chiste, sin medicinas un resfrío dura una semana, mientras que con ellas dura siete días. Es conocida la frase del difunto premio Nobel Gary Becker de que “la mejor política industrial es que no haya ninguna”.

Sin embargo, desde otra perspectiva, las fallas de mercado son más generalizadas y genéricas. Las empresas tienen pocos incentivos para capacitar a sus trabajadores e invertir en investigación y desarrollo (I+D) ya que otras empresas podrían seducir a sus empleados y copiar sus ideas costosas. Al mismo tiempo, puede ser difícil coordinar los insumos -entre ellos, la electricidad, el agua, la movilidad, la logística y la seguridad- que son necesarios para hacer que una locación particular resulte adecuada para la manufactura. En consecuencia, se ha vuelto una práctica común que el gobierno comparta los costos de capacitación, subsidie la I+D mediante el sistema tributario y planifique zonas industriales. Al igual que la vitamina C, estas políticas intervencionistas son beneficiosas para muchas industrias y deberían ser recurrentes.

La realidad, sin embargo, es más compleja: las fallas de mercado son endémicas, pero también extremadamente heterogéneas y, como tales, rara vez se las puede tratar con herramientas genéricas. Para entender por qué, debemos recordar que los mercados que funcionan bien logran tres cosas. Primero, a través del sistema de precios, revelan una información sumamente descentralizada que se distribuye en toda la economía. Segundo, a través de lucro como aliciente, ofrecen incentivos para crear valor estimulando la producción de bienes y servicios donde las brechas entre el precio del producto y el precio de los insumos necesarios son grandes. Finalmente, a través de los mercados financieros, se asignan recursos a aquellas empresas cuyas respuestas a la información contenida en los precios sugieren una rentabilidad futura.

Las fallas de mercado, incluida la provisión de bienes públicos, crean desafíos para la información, incentivos y una movilización de recursos que la política industrial, en definitiva, debe superar. Por ejemplo, sin controles sanitarios, certificaciones de seguridad y una logística de la cadena de frío, el comercio internacional de productos frescos no existiría, de la misma manera que la falta de infraestructura explica por qué no hay trenes de alta velocidad en Estados Unidos.

Del mismo modo, las industrias nacientes suelen enfrentar problemas acuciantes del huevo y la gallina. Por ejemplo, la gente no está dispuesta a comprar vehículos eléctricos (VE) en tanto la infraestructura de carga sea inadecuada. Pero los inversores son reacios a invertir dinero en estaciones de carga sin garantías de que van a tener suficientes clientes. La provisión de garantías financieras a los inversores expandiría la red de carga e impulsaría las ventas de VE, haciendo que las garantías muy probablemente terminen no ejecutándose y, por lo tanto, su emisión no sea tan costosa.

Estas intervenciones, sin embargo, se deben diseñar para cada contexto, de la misma manera que se utilizan diferentes antibióticos para tratar infecciones específicas. Esto plantea el interrogante de quién diagnostica el problema y prescribe el curso de acción, y de si sus fuentes de información son adecuadas.

Frente a esto, una mejor metáfora para la política industrial puede ser el sistema inmunológico del cuerpo, que protege contra diversos invasores mediante el uso de una red de detección altamente descentralizada para identificar amenazas y determinar cuándo es necesario actuar. Al sacar provecho de su “memoria” de infecciones previas, el sistema inmunológico desarrolla anticuerpos para resolver el problema en cuestión. En consecuencia, cada exposición a la enfermedad fortalece la capacidad del sistema.

Este tipo de analogía es apropiada porque la política industrial implica una cooperación estrecha entre una amplia red de entidades públicas -que incluye ministerios de área, organismos de desarrollo económico, agencias de promoción de la inversión y zonas económicas especiales- y actores del sector privado. Asimismo, al igual que el sistema inmunológico, hay dos maneras en que la política industrial puede fallar: su respuesta puede ser demasiado débil o contraproducente, como sucede con los trastornos autoinmunes que atacan al organismo que supuestamente deben proteger. La captura de políticas, la corrupción y las ineficiencias burocráticas pueden llevar a los gobiernos a exacerbar, en lugar de resolver, las fallas de mercado.

El hecho de que la política industrial pueda resultar contraproducente no implica que los países deban evitarla. Aprender a aplicar estas intervenciones es tan importante para el buen funcionamiento de una economía como desarrollar una política educativa y sanitaria sólida, y no hacerlo, de la misma manera, conllevaría un costo social inaceptable.


Ricardo Hausmann, exministro de Planificación de Venezuela y execonomista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor en la Escuela Kennedy de Harvard y director del Harvard Growth Lab.

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