En Cuando la casa se quema (A. hache, 2022), Giorgio Agamben me pregunta si el país donde vivo está en llamas. Pues me parece que el mundo arde por todas partes, le digo. No importa, contesta, mientras se quema “es necesario seguir adelante” con más cuidado y aplicación. El problema, añade harto, es que los “pirómanos” pretenden gobernar su propio incendio a través del estado de excepción permanente. Y el fuego es una forma de emergencia, de hacernos creer que los necesitamos. Así, dice Agamben, “los seres humanos son reducidos a su pura existencia biológica”, es decir, ya no son ciudadanos, han mutado a la condición originaria que los “pirómanos” llaman cariñosamente “pueblo”, Vox populi, vox Dei, consustanciada al estado de excepción en sus pareceres.
Lo cierto es que la ciudadanía con hambre no es viable, lección aristotélica que va de la mano con la advertencia platónica de que los “pirómanos” aprovechan estas angustias para erigirse en tiranos.
Timothy Snyder publicó un manual antipirómanos, Sobre la tiranía (Galaxia Gutenberg, 2017) que siento conectado, por su sencillez y brevedad, a las treinta lecciones sartorianas sobre democracia, textos que yo convertiría en cartillas obligatorias de primaria. No obstante, pese a la sencillez, Snyder hiere de entrada con un epígrafe del polaco Leszek Kołakowski: “En la política, que a uno lo engañen no es excusa”.
En la veintena de lecciones, o advertencias para ahorrarnos engaños, Snyder es lapidario: asegura que la obediencia anticipatoria (sumisión casi alegre al caudillo) es una tragedia política, exhorta a que la defensa de las instituciones sea radical y defiende la consolidación de la vida privada como esencial. Y cito esta otra que sirve de cierre a la idea en cuestión: prestar atención a las palabras peligrosas, entre las cuales destaca, de primero, estado de excepción.
Sin embargo, el estado de excepción vale para romper la regla e imponer un nuevo orden, pero la razón no falta a Snyder porque el estado de excepción parece ya un estilo de hacer política en los días que corren, momentos en que las llamas saltan como marea de fuego.
El estado de excepción también presupone la conservación de una forma de vida, de convivencia, aunque, si miramos dos veces, esta tendencia a “romper la regla”, en nuestro contexto latinoamericano, no se orienta a la conservación ni a la construcción de nada sino, más bien, a necesidades coyunturales de ciertos “pirómanos”, lo que vendría mejor definir entonces como “quebrantamientos de excepción”; es decir, la violación conveniente de la norma y no la necesidad de suspender el orden jurídico, porque incluso un nuevo orden sería un obstáculo a la vuelta de la esquina para asuntos sobrevenidos.
Entre todas las lecciones de Timothy Snyder hay una por la que siento especial atracción: “Aprende de tus conocidos en otros países”. ¿Es válido realmente este consejo? Por años comparé la situación de Venezuela con Cuba, por ejemplo, y creí que nuestra experiencia democrática, iniciada en 1958, serviría de freno a ciertos excesos, que la “obediencia anticipada” tenía límites bien cortos porque el sentimiento de libertad era unánime. Pero la condición natural de la democracia es la crisis, una idea en permanente construcción y, por lo mismo, en extremo frágil ante la patraña de convencer a los venezolanos de vivir un momento excepcional.