“Yo no me meto en política. Llevo mi vida y punto”. “La política no es para mí”. Son algunos de esos juicios que uno oye a menudo y tienden a justificar ausentismos del compromiso ciudadano. Cosa que en un ser humano es malo y en un cristiano peor.
Es bien conocido el origen griego del término polis (ciudad) y lo dicho por Aristóteles de que “el hombre es por naturaleza un animal político o social”. El socializar es connatural y, por ende, ineludible para el ser humano. El emerger mismo de éste en el mundo es ya fruto de una relación. Lo mismo se diga de su desarrollo, en con-vivencia, desde el estadio más elemental, hasta las sorprendentes formas de la contemporaneidad. El bien común va generando en la historia humana una diversificación estructural y funcional, en ampliación y complejidad progresivas, desde lo vecinal inmediato hasta lo societario internacional.
El “fundador” de la política es Dios, en cuanto creador del hombre, ser-para-el-otro; lo hizo a imagen y semejanza suya y, consiguientemente, no como ente solitario, sino como ser relacional. La dimensión política del hombre no es, por tanto, algo opcional, sino ontológico, necesitante. Otra cosa son los modos, los grados, el estilo, la perspectiva, en el ejercicio esa condición. Pero ¡atención: el pretender abstenerse de ella es ya una manera (equivocada) de actuarla! Bastante razón tiene aquello de que “el mundo anda como anda, no por lo que los malos hacen, sino por lo que los buenos dejan de hacer”.
Un modo importante de participar políticamente es incorporándose a una organización partidista, la cual se constituye con miras al ejercicio (toma, práctica, recuperación) del poder en la comunidad política. Dentro de los partidos hay quienes ejercen un papel de liderazgo, lo cual plantea una especial responsabilidad y exige una seria formación. Una democracia implica el surgimiento, contraposición e intercambio entre los partidos (pluralismo), sin olvidar, por supuesto, que debe darse también una acción política no partidista, ejercida de modo más variado y flexible desde las organizaciones de la sociedad civil, cuya activa presencia es fundamental para una marcha equilibrada del conjunto social.
Algo necesario y obligante dentro de la comunidad ciudadana es la formación ética y cívica de todos sus miembros para actuar su presencia responsable, política, ya sea a través de los partidos o de las otras formas ya mencionadas. Esa tarea formativa incumbe, entre otros, a los institutos educativos y las organizaciones religiosas.
¿La religión tiene entonces que ver con la política? Obviamente sí, por lo ya dicho. En lo que toca al cristianismo la respuesta es claramente afirmativa; tarea ineludible del cristiano es, desde la fe, contribuir a la edificación de una sociedad temporal que responda de la mejor manera posible a la dignidad y los derechos humanos fundamentales, al deber de justicia y solidaridad respecto del prójimo. El mandamiento máximo, el amor tiene una dimensión política; no se reduce a un relacionamiento individual inmediato, sino que es preciso interpretarlo y vivirlo en el amplio marco de la polis. Con respecto a la Iglesia y su participación política, la respuesta depende de qué se entiende por Iglesia (comunidad de creyentes, jerarquía, sector del laicado) y por política (lo tocante al bien común, el ejercicio del poder, la militancia partidista). La respuesta varía según los distintos binomios que se pueden formar; no resulta simple, pero lo cierto es que no se da ni puede darse divorcio entre Iglesia y política, fe y política.
La comunidad eclesial dispone de un material apto en este campo con la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Y el Concilio Plenario de Venezuela (2000-2006) aprobó dos documentos, Contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad (No. 3) y Evangelización de la cultura en Venezuela (No. 13), elaborados según la metodología del ver-juzgar-actuar, los cuales son como un manual de doctrina social aplicada a nuestro país.
El Juicio Final tendrá también su cuestionario político (¡!).
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