La mujer del César no solo debe ser honrada, sino también parecerlo.
No se trata de la obra literaria del argentino Jorge Luis Borges sino de la perversa dinastía vaticana de los Borgia, entre los siglos XIV y XV, que sin duda pudo inspirar a las Naciones Unidas para definir la “delincuencia organizada” como “grupo estructurado que se asienta en el tiempo y actúa de forma conjunta para cometer delitos que le permitan sacar un rédito material o económico» (corrupciones, narcotráfico, trata de personas) y el epígrafe viene al caso, en el más amplio contexto como lo concibiera el César, para cuantos jefes de Estado se precien de serlo y todo servidor público, que pueda ser ejemplarizado. Precisamente sobre ello, Nicolás Maquiavelo escribió El Príncipe inspirado en las perversas inmoralidades de los Borgia, a la cabeza de los papas Calixto III, Alejandro VI (Alfonso, Rodrigo junto al sobrino e hijo el cardenal César Borgia y su hermana Lucrecia) insepultos, que merodea la política norteamericana de estas primeras décadas del siglo XXI, en el mismísimo banquete de Las Castañuelas (1501) de cuyas borracheras los cardenales invitados terminarían en brazos de prostitutas en plena conmemoración del Día de Todos los Santos.
Siglos después, la pederastia y la mariconería en los seminarios aturden a su Santidad Francisco. Hoy, más allá de Occidente, en el nuevo mundo, la Norteamérica de admirable justicia y democracia se juzga por exacerbados ímpetus sexuales: al expresidente Donald Trump por sus bagatelas con la actriz Stormy Daniels, directora de películas pornográficas, en un encuentro sexual con el empresario no del todo satisfecho. Pero más allá de ello, el actual presidente Joe Biden ha sido acusado por mantener relaciones con su antigua asistente y para cerrar con broche de oro, su hijo Hunter Biden, drogadicto acusado de perjurio y evasiones fiscales, sedujo a la viuda de su hermano, casándose con ella y divorciándose después, toda una trama para Netflix en el apocalíptico escenario de Sodoma y Gomorra.
La Venezuela republicana no escapa de aquellos flagelos de alegres braguetas. De Francisco de Miranda algo debieron aprender Bolívar, Santander y Páez, para no hurgar en los siguientes siglos. De tan desenfrenados amoríos, la corrupción y el narcotráfico han estado a la orden del día y son emblemáticos los gobiernos de Venezuela, Brasil, México, Colombia y qué no decir del gobierno socialista de la madre patria, por el tráfico de influencias de la mujer del presidente Pedro Sánchez. Ya lo dirigían en la dolida Argentina, de esos asaltantes de camino, los Kirchner y su patota sindical, “el mundo es una porquería ya lo sé” dice el tango…
Visto esos antecedentes, encuadra en la política venezolana el principio de la “omertá”, es decir, la ley del silencio de una clase para delinquir, a la que se acogió cierta oposición venezolana, la de los llamados “alacranes” a los que hay que destruir desenchufándoles de sus proveedores.
Fue así entonces como el novelista Mario Puzo y el cineasta Francis Ford Coppola funden en la película El Padrino la teoría de Maquiavelo que las mafias italianas impondrán en Nueva York y Chicago a mediados del siglo XX. Lo mismo de siempre, el entendimiento entre la política y los negocios, vengan de donde vengan, porque a decir del politólogo chileno Alberto Mayol “cuando la política desaparece sólo queda el poder”. De cómo mantenerlo enseñaron los Borgia -de lo que Maquiavelo escribiera- ejercitándose a plena luz del sol desde el Vaticano a…
Jorge Ramos Guerra
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