Hasta bien entrado el siglo XX la poesía “colombiana” siguió obedientemente los dictados del romanticismo hispánico y el modernismo rubendaríaco, en dos de sus mejores exponentes, Julio Flórez [1867-1923] y Guillermo Valencia [1873-1943], los poetas de la Guerra de los Mil Días, cuando durante tres años, en los campos y las ciudades, cientos de miles de hombres dejaron viudas y huérfanos a cientos de miles de mujeres y niños. Flórez lloró a las amadas infieles, los despojos mortales de los sacrificados y el alcohol, mientras Valencia tallaba en versos de mármol el dolor de la existencia y las heridas del pecado de la carne. Desde entonces el poema “nacional” es Todo nos llega tarde:
Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!
Nunca se satisface ni se alcanza
la dulce posesión de una esperanza
cuando el deseo acósanos más fuerte.
Todo puede llegar: pero se advierte
que todo llega tarde: la bonanza,
después de la tragedia: la alabanza
cuando ya está la inspiración inerte.
La justicia nos muestra su balanza
cuando su siglos en la Historia vierte
el Tiempo mudo que en el orbe avanza;
Y la gloria, esa ninfa de la suerte,
sólo en las sepulturas danza.
Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!
Julio Flórez
Luego de la pax romana impuesta por los vencedores, en plena posguerra un iluminado trató de cambiar el estado de cosas y propuso una república liberal que dejara la nación a las puertas del progreso. Alfonso López Pumarejo intentó, durante dos gobiernos, transformar a Colombia en una nación moderna y democrática y fue entonces, cuando en esa caja de Pandora, surgieron León de Greiff [1895-1976], Jorge Zalamea [1905-1969], Aurelio Arturo [1906-1974] y el basilisco que sumiría el país en otro baño de sangre, donde tienen origen todos los males que padecemos.
Alberto Lleras Camargo dio la espalda, desde dentro, a la Revolución en Marcha de López Pumarejo, causando el crimen de Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948, y con su simpar complejo de inferioridad ante los norteamericanos y su modelo capitalista, extrajo de su manga e impuso a la nación, en medio de una guerra civil que dejó más de 300.000 muertos, el Frente Nacional -[una componenda política y electoral entre liberales y conservadores vigente entre 1958-1974]- que deshizo los partidos, erigió la corrupción como instrumento de gobierno y obligó a las clases medias y obreras a buscar en el transgresión, la fechoría y la guerra de guerrillas, las únicas formas posibles de subsistencia.
Musicólogo, ajedrecista y mago de los números; alto, hercúleo, rojizo, barbado, con sus trajes deshilachados y los bolsillos repletos de papeles, con burla e ironía, olvidadas sintaxis, palabras envejecidas, neologismos y arcaísmos, León de Greiff urdió otras galaxias, verbales y mágicas, donde sobrevivir a las mezquinas realidades de los años de entreguerras. Escéptico y sensual, levantó un universo de fantásticos personajes, con su flora y su fauna, y un lenguaje irrepetible para celebrar las cosas y los seres de ese mundo ilusorio.
Voraz lector y dueño de un carácter sin par, Jorge Zalamea participó al lado de Gerardo Molina, Diego Montaña Cuellar y Jorge Gaitán Durán [1924-1962], en la revuelta popular contra el asesinato de Gaitán, exiliándose luego en Buenos Aires, donde publicó El gran Burundú Burundá ha muerto, -una deslumbrante sátira poética contra los tiranos- e hizo valiosas traducciones de Perse, Valery, Sartre, Eliot o Faulkner. Sin el tono de Zalamea mucha de la narrativa de García Márquez, Rojas Herazo, Zapata Olivella, Álvarez Gardeazábal y otros, sonaría a sordina.
Aurelio Arturo, que llegó a Bogotá en el lomo de un caballo desde su lejana provincia del sur, publicó Morada al sur, trece poemas que le han convertido en el poeta elegíaco más estimado por los colombianos. Su obra, desconocida en vida, fue recordada y celebrada por algunos de los poetas de la Generación desencantada.
Luego de casi medio siglo de expectativas los intelectuales liberales, los obreros y los campesinos que habían participado desde el fin de la hegemonía conservadora de los años treinta en las luchas populares, se encontraron sin futuro. Las fuerzas reaccionarias, los esquiroles y los oportunistas hicieron de las suyas negando cualquier posibilidad de acceso al poder a toda una estirpe, que conoceríamos como Generación de Mito, de la que hacen parte algunos de los más importantes intelectuales del siglo pasado, como Camilo Torres Restrepo, Eduardo Ramírez Villamizar, Fernando Botero, Gabriel García Márquez o Rogelio Salmona.
Expresión de las ideas, gustos, fobias y anhelos de esa generación, fue Mito, la revista que Jorge Gaitán Durán fundó a su regreso de Europa, luego de varios años de exilio. Una revista que como la española Laye, más que cuestionar llanamente los hechos políticos, sociales y culturales de su tiempo, mostró a los colombianos que había otros mundos y otras maneras de entender la realidad, más allá de la barbarie e ignorancia que les rodeaba, desde el poder y desde el fondo de la miseria de miles de compatriotas. En Mito publicaron Borges, Paz, Carpentier, Cortázar, Brecht, Cernuda, Durrell, Navokov, Caballero Bonald, Genet, Sartre, Camus, Sarraute, Miller, Heidegger y se frecuentaron temas que interesaban a la juventud como el cinematógrafo, el sexo y las drogas, revelando los hilos que manipulaban la provincial cultural colombiana, mostrando sus deformaciones y vínculos con los sectores más rezagados de la iglesia, la clerecía y los partidos políticos.
Jorge Gaitán Durán con sus escasos treinta y siete años, ejerció un magisterio comparable al de Barral, Gil de Biedma o Caballero Bonald, el brasileño Ferreira Gullar o Juan Liscano, el venezolano. Gaitán Durán imitó en su juventud los estilos y quizás hasta los motivos del piedracielismo carrancista, a quien insólitamente admiraba. Pero luego, cuando entró en comercio con la literatura francesa, en especial con Camus, los cahiers fueron su principal ocupación y del ejercicio de esas reflexiones saltó a la poesía. Poeta de la existencia, es decir, de la consunción de la muerte a través de la vida, sus mejores poemas están reunidos en libros como Asombro, Amantes y Si mañana despierto.
Para 1958, cuando Gonzalo Arango [1931-1976] divulgó el primer manifiesto Nadaísta, Colombia era ya un país en ruinas. La dictadura de Gustavo Rojas Pinilla había concluido la tarea delicuescente de Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez, mientras la clase dirigente se disponía a repartirse el presupuesto nacional y la libertad de asociación y expresión, de manera paritaria, en los futuros veinte años. La dictadura instauró el culto a la personalidad, la censura a la prensa, creó la Televisora Nacional como su principal instrumento de propaganda, asesinó estudiantes, voló barrios enteros con dinamita y masacró a sus opositores en corridas de toros.
Alberto Lleras Camargo y Laureano Gómez, que inventaron el Frente Nacional, procedieron a desmontar la cultura colombiana desde sus mismos cimientos, y con la ayuda de un puñado de intelectuales de “izquierda” y el liberalismo, borraron primero la memoria colectiva, la historia y las literaturas, a fin de crear un nuevo estado donde los colombianos guardaran silencio, pasaran hambres inmemoriales, ningún pobre pudiese ir a la escuela y todo el país, pero especialmente las mujeres, se sometieran al control de la natalidad. Lo que llevó a la creación de la más grande república del narcotráfico jamás imaginada, cuando una minoría de malhechores iba a elegir venalmente a Julio César Turbay, Alfonso López Michelsen, Belisario Betancur, Virgilio Barco, César Gaviria Trujillo y Ernesto Samper; cambiaría el centenario estatuto constitucional para no ser extraditados y serían los únicos capaces de desmantelar ideológicamente a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia [FARC], haciéndoles socios. A todo ello contribuyó de día y de noche, la batahola, garrulería, el narcisismo, chabacanería y oportunismo de los adeptos de Gonzalo Arango. Entre 1956 y 1968, años de alza del Nadaísmo, Colombia vivió la más grande recesión cultural de su historia.
El Nadaísmo fue el anverso de Mito. Esta significaba la cultura, aquel fue la barbarie. Mientras Gaitán Durán publicaba la revista más importante que haya tenido Colombia, Gonzalo Arango y su pandilla quemaban libros, se endiosaban a sí mismos y servían de taparrabos y lameculos del Frente Nacional. Los nadaístas son hoy, con alguna notoria excepción, miembros del statu quo y sus sacamicas nocturnos.
Autor de uno de los libros de poemas más “anómalos” de la segunda mitad del siglo XX, Jaime Jaramillo Escobar [1932], que fungió como nadaísta junto a Mario Cataño, Darío Lemos, Pablo Gallinazo, José Mario Arbeláez y Juan Manuel Roca, concibió y redactó los cuarenta y cuatro textos de Los poemas de la ofensa [1968] a la manera de los versículos bíblicos, con un tono exuberante y sentencioso, tiznado de ironía y quizás como exorcismo a los cotidianos apocalipsis que vivía entre el fango de clericalismos y leguleyadas restauradas por el Frente Nacional, cuando cada mañana cientos de hombres y mujeres campesinas eran acuchillados y mutiladas, entregados a sus dolientes con sus sexos en las bocas y los vientres abiertos.
Desde entonces, hasta sus libros más recientes, los argumentos que ha interesado a Jaramillo Escobar bordean zonas como el regusto por lo mórbido, la vida errante y marginal, los climas tropicales, la exaltación de los comportamientos y formas de la belleza de la raza negra y la burla y el sarcasmo de las pasiones eróticas. Los decorados de estos asuntos serán unas veces lugares de miseria y ruina, abandonadas estaciones de ferrocarril, viejas y empolvadas y mugrientas oficinas estatales, prisiones, remotas playas paradisíacas y calurosos lugares de la selva y el mar Pacífico, que ofrecen al poeta una comunicación directa con el corazón y la médula de la poesía.
Paradójicamente, durante esos años triunfales del Frente Nacional, en medio de las rebeliones estudiantiles, una nueva generación de poetas surgía, principalmente, de las aulas universitarias como respuesta a la mascarada de los adeptos a Gonzalo Arango. Lectores de Borges, Paz, Kavafis, Cernuda, los poetas de la experiencia españoles: Ángel González, J.M. Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma y los colombianos Arturo y Jaramillo Escobar, los ahora llamados miembros de la Generación desencantada se refugiaron más que en sí mismos, en la cultura y las tradiciones que había roto el Nadaísmo. Fue en Aurelio Arturo, el elegíaco poeta ignorado y postergado por los ruidos del Piedracielismo y la fanfarria publicitaria de Álvaro Mutis, donde depositaron todas las apuestas de su futuro, que hoy ciertamente ha llegado.
Registros y movimientos que, Sin remedio, una novela de Antonio Caballero Holguín [1945], ha dejado para la historia. Ignacio Escobar es la viva representación de esos nuevos poetas desilusionados, hijos o nietos de la oligarquía y la clase media, que asistiendo a la universidad viven aturdidos por una realidad que no terminan por entender y por ello se refugian en la poesía y sólo rinden culto a ella. Escobar recorre casi quinientas páginas pensando en la complejidad de la creación poética sometido a los vaivenes de una vida social inocua y frívola. Y, sin embargo, como el protagonista, los poetas desencantados cruzan las noches buscando amantes, se reúnen clandestinamente para conspirar con trotskistas y maoístas, visitan, luego, las oficinas de sus parientes funcionarios pensando que mañana podrán tener un cargo público, o serán, por qué no, embajadores y emisarios de la “cultura colombiana”. A esa Generación desencantada pertenecen José Manuel Arango [1937-2002], Giovanni Quessep [1939], Elkin Restrepo [1942], María Mercedes Carranza [1945-2003], Raúl Gómez Jattin [1945-1997] y Juan Gustavo Cobo Borda [1948].
Aplicado lector de Aurelio Arturo y Emily Dickinson, José Manuel Arango erigió un árbol de palabras que decía, callando, una atmósfera de sugerencias que dibuja, en la imaginación del lector, el mundo ofrecido. Arango es testigo del paso del tiempo y sus transformaciones. Aguas, vientos, miradas, palpitaciones del corazón y de la carne, su voz, bisoña y antiquísima, fue la primera y contundente respuesta de la “nueva” poesía a la barbarie instaurada por los secuaces de Gonzalo Arango.
Giovanni Quessep representa el retorno a ciertas concepciones del poema que parten del Nocturno de Silva y tienen su cumbre en Morada al Sur, de Arturo. Para Quessep la poesía es la consubstanciación de otras posibles realidades que se opondrían, mediante la encarnación de leyendas y fantasías, a un mundo de crueldad, miseria y hambres. Un mundo hecho de la derrota del hombre por los dioses. Apolo y Dionisos presiden con su fuerza y equilibrio esta poesía. El fuego y el canto de Orfeo también, pero siempre la duermevela conduce la vida y lo real.
Elkin Restrepo, que militó con ingenuidad en el Nadaísmo, pronto descendió su mirada al interior de las derivas de la vida cotidiana, hurgando en la intimidad y la conciencia de los otros, mediante un ejercicio de crueldad consigo mismo. Restrepo no mira, sino que congela los momentos de tedio y horror de nuestras vidas. En La visita que no pasó del jardín, uno de los libros más extraños escritos en Colombia, hay un lirismo y elegía dignas de la conciencia luminosa de Larsen, donde todo sucumbe, como esas mudas respuestas al ir y venir de nuestros sentimientos y los deslumbramientos del poder.
G. Cobo Borda, autodidacta, editor y diplomático, reúne en su curriculum vitæ, con lujo de detalles, las tipologías de la Generación desencantada. Lector de Kavafis, Borges o Paz, sus mejores poemas son una mirada cursi de la vida y la historia de su ciudad y clase. Cobo Borda es la patética encarnación del actor de Sin Remedio. Fue el asesor intelectual del gobierno, elegido por la mafia del narcotráfico, de Ernesto Samper, que le hizo embajador en Grecia, donde fue condecorado con la [Τάγμα του Φοίνικος] Orden del Fénix, que sólo había recibido Kavafis, y en tres meses que duró su misión, le otorgaron un doctorado honoris causa en la Universidad de Atenas.
Todos los poetas son santos e irán al cielo (1983), publicado en Buenos Aires siendo emisario cultural del espeluznante gobierno de Belisario Betancur, cuando el M-19 aniquiló la Corte Suprema de Justicia; un terremoto destruyó la hermosa ciudad de Popayán; un alud de nieve derretida hundió para siempre a Armero con sus 25.000 habitantes y en el accidente del Boeing 747 de Avianca en Madrid-Barajas fallecieron 186 personas, entre ellas Rosa Sabater, Marta Traba, Angel Rama, Manuel Scorza y Jorge Ibargüengoitia, que venían a una suerte de festín cultural organizado por el “ministro de cultura” del Banco de la Republica Darío Jaramillo Agudelo, es uno de los libros palmarios de la época.
El triunfo del narcotráfico y la escalada de la guerra entre guerrillas y paramilitares ofreció a un sector de la inteligencia colombiana la oportunidad de entrar en escena con beneficios y resultados que nunca se habían conocido. Desde los años ochenta la Casa de Poesía Silva y el Festival de Poesía de Medellín, han hechos de la poesía el más grande espectáculo de nuestro tiempo. Filmes, videos, seriales de televisión, grabaciones, lecturas públicas, seminarios, todo ha servido para prorratearse los presupuestos municipales y de los ministerios. En ningún otro país del mundo ha servido la poesía tanto a los políticos en su ejercicio del poder. Y como nunca, la inopia de la poesía ha escalado hasta las profundidades de la ignorancia y ordinariez. Instrumentalizada y pervertida como oficio y forma de vida, la poesía, sea colombiana o no, en Colombia ha desaparecido y no parece dar señales de vida en un futuro inmediato. Porque como nunca, distritos y gabinetes, secretarias de cultura y empresarios del capital han invertido desmedidas sumas de dinero para hacer brillar la lírica como una joya más de la pasarela y del entretenimiento contemporáneo. Los poetas colombianos crecen ahora como palmas y desaparecen como cocos, según el criterio del manipulador de turno, d´habitude poeta él mismo. Hoy son más de medio centenar de vates vivos y muertos los que ostentan en sus faltriqueras un laurel del erario, pero nadie, literalmente, recuerda sus nombres ni lee sus versos.