A mis poco más de seis décadas de existencia, raras veces, tratándose de un autor vivo, me ha sido dado leer, disfrutar, padecer gozosamente, los benévolos efectos metafísicos que causa un libro de poesía sobre mi espíritu de lector irredimible. La afirmatio viene a cuento a propósito de la lectura de un poemario de la escritora rumano argentina Alina Diaconú, quien no necesita presentación en el abigarrado panorama literario hispanoamericano, pues su rutilante nombre hace rato ha adquirido resonancia y proyección universal como novelista, ensayista y (ex aequo) también como poeta de aquilatadas virtudes literarias.
Se trata del poemario extrañamente titulado, casi un oxímoron, Rosas del desierto. 1ª edición, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Vinciguerra Ediciones, 2019, 118 páginas. Las conmovedoras y hermosísimas ilustraciones que le otorgan atributos adicionales a esta gema literaria de Diaconú pertenecen a la lingüista y fotógrafa profesional Anna Schumanskaia, (Pyatigorks, Rusia, 1974) actualmente residenciada en París, país que ha sido testigo de la forja de varias series en torno a las flores, el cuerpo y la identidad.
El edificio verbal de Rosas del desierto se levanta sobre una especie de pentálogo o cinco partes que se me ocurre llamar cuadernillos o mini plaquettes, a saber: Parte I, (Eros) Parte II, (Cronos) Parte III, (Hipnos) Parte IV, (Katharsis) y finalmente una Parte V, (Thánatos).
La primera sección del poemario está íntegramente dedicada al abordaje de “ese niño que juega a los dados” como le denomina Heráclito de Efeso al tiempo (Cronos) en estrecha relación con lo que es considerado en La Ilíada (14:231) el hipno o hipnos, es decir la personificación del sueño o sopor. Diaconú se zambulle en ese mar proceloso y turbulento que es la oniria como concreción de la materia verbal tropológica de su portentosa imaginería metafórica. El libro como una totalidad orgánica, de principio a fin semeja un ritual catártico de purificación o liberación de las impurezas del mundo real empírico o la hórrida facticidad de lo real.
La escritora cierra a manera de “término de la aventura” con una sección sugerentemente titulada: Thánatos, transliteración correcta del griego, es la personificación de la muerte. Leyendo estas Rosas del desierto se me ocurre que la poeta Diaconú postula programáticamente una especie de recorrido mental y subjetivo que va la letra Alfa a la Omega. Una poesía del amor (Eros) y de la muerte (Thánatos) donde las quimeras no juegan un papel secundario sino de primerísimo orden. Poesía magicista escrita por una voluntad de creación verbal sin duda demiúrgica. Si fuéramos consecuentes tal como lo exigen la poética de Diaconú no escatimaríamos adjetivos para nombrar la condición de la escritora. Es una reina con dones taumatúrgicos.
Desde antiguo se sabe que el poeta es ser de ninguna parte y por ello mismo de todas. Un apátrida. Se le atribuye a Protágoras de Gorgias el célebre aforismo: “Mi patria es el mundo y mi familia es la humanidad”. La poeta Alina Diaconú lo dice de una manera poética insuperable:
“… y en la fantasía,
patria del artista,
del agonizante
y del recién parido
imaginerías
más reales que
el mundo.” (p.73)
Lo afirmativo y lo interrogativo rielan paralelamente en el poema sin que uno se imponga en desmedro de la otra contraparte.
“… todo es humo
en la cabeza,
velos en el alma,
pavor o amor
o qué …” (p.76)
Por otra parte, ¿cómo imaginar un libro de Alina Diaconú en donde se prescinda de tan siquiera un alusión, una cita, alguna referencia o una dedicatoria a su admirado coterráneo E.M. Cioran?. Justo en el poema titulado “Fuentes de inspiración” la escritora dedica una enternecedora dedicatoria al maestro del apotegma: “A Cioran, tan lejos, tan cerca …”
Este libro de Diaconú es una prueba irrefutable de la fervorosa entrega de la escritora al cultivo, fragua y forja de un lenguaje de singular tesitura lírica. Indubitablemente, la poesía consignada en este libro exhala una vigorosidad enunciativa que comporta una singular musicalidad proveniente de la maestría en la conjunción de las palabras para finalmente entregar al lector una cadencia tonal y una eufonía propia del temperamento de un espíritu que construye una linguisticidad otra nombrando y renombrando el mundo con palabras usuales pero dotándolas de un sentido inédito hasta ahora no reconocible ni evidente para el lector no avisado.
“Veo con extrañeza
sorprendida y atónita
que hablo en la
lengua de los otros,
que me llegan
expresiones
de esa nada lejana
que hay en mí
(…)
Comienzo a escribir en castellano
unas líneas
y siguen en mi pluma,
sin quererlo,
babélicas frases
en rumano.”
El lector que se acerca e interna por entre la frondosidad metafórica de este bosque de la palabra encantada que propone Diaconú en estas Rosas del desierto nunca puede dejar pasar desapercibido una como singularidad pluralizada y simultáneamente pluralidad singularizada. La primera persona del singular se fusiona en la segunda logrando alcanzar cotas de excelsitudes verbales, transubstanciando el abismo vertiginoso y las cimas de los Himalayas haciendo perfectamente viable una fenomenología de la temporalidad que se me ocurre llamar, a falta de un término más apropiado, futuridad. Obviamente, ello sólo es posible en los resbaladizos ámbitos del relativismo y la relatividad a su vez relativizable. Un Ouroboros pues. Una culebra que se muerde la cola. La imagen de la culebra ciega está implícita en el título de la primera parte (Eros) y en el de la última (Thánatos).
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