OPINIÓN

La pobreza del debate público

por Corina Yoris-Villasana Corina Yoris-Villasana

Aunque el debate público constituye uno de los pilares fundamentales del sistema democrático de gobierno, la teoría de la argumentación ha prestado una atención insuficiente a sus peculiaridades, pese a los excelentes aportes de Luis Vega Reñón, quien se ha interesado vivamente por definir una perspectiva socio-institucional de la argumentación. Indubitablemente, uno de los terribles desaciertos de nuestra democracia, hablo sobre todo de la región latinoamericana y en especial de nuestra Venezuela, donde no existe democracia alguna, es la pavorosa y desoladora miseria del discurso público. Habría que recordar que Carlos Santiago Nino afirmaba que “otra razón que afecta negativamente el valor epistémico de la democracia, y que es posible encontrar en todo el mundo moderno, es la pobreza del debate público”. Aun alejada en el tiempo, esa aseveración está vigente totalmente.

Parafraseando a L. Vega, recordemos que el debate público es un ámbito que ha adquirido un relieve específico al concurrir en él disímiles líneas de análisis, discusión y desarrollo en especial: por una parte, una rediviva atención por la razón práctica; por otra parte, un interés gradual por la razón pública y por la calidad de su ejercicio en nuestras sociedades más o menos, democráticas; en nuestro caso, nada democráticas.

Ello muestra claramente la necesidad de analizar los discursos en la vida pública de nuestras sociedades. Las nuestras, las latinoamericanas, adolecen de tantas fallas, que es precisamente en ellas donde adquiere papel fundamental el análisis y desarrollo de lo que se ha llamado lógica civil. Nuestro ciudadano debe estar en capacidad de “dar cuenta y razón de sus posturas y propuestas en esos asuntos”; es decir, tiene conciencia del “peso, la fuerza y la pertinencia de las alegaciones y razones en juego”. De tal manera que la evaluación de los argumentos, propios, ajenos y en el debate público es fundamental.

Entendamos por deliberación, al igual que los teóricos de la argumentación, como la práctica discursiva conformada por los siguientes tres aspectos fundamentales, a saber, (i) la existencia de una cuestión de interés y de dominio público que es objeto de tratamiento común o colectivo, (ii) la pretensión de adoptar y justificar una propuesta de resolución al respecto y (iii) la confrontación y ponderación de las alternativas disponibles en ese sentido.

Para efectuar dicha evaluación, cataloguemos este tipo de argumentos como aquellos que reciben la denominación de argumentos de “medios a fines”; recordemos que en nuestra disciplina de la Teoría de la Argumentación, H. Marraud caracteriza a estos argumentos como aquellos que establecen “una acción o un curso de acción porque es un medio adecuado para conseguir un fin. Estos argumentos de medios a fines no se quedan en la mera relación causa-efecto, sino que comportan una valoración de los medios. Además, son argumentos consecuencialistas y en ellos se recomienda una acción o una valoración por las consecuencias, favorables o desfavorables, que de ella se derivan”.

De esta forma, evaluar este tipo de argumentos involucra efectividad, aceptabilidad y legitimidad, todas ellas referidas a los fines planeados, así como a los medios de los que se dispone.

Puesto que son argumentos presuntivos y rebatibles, se deben someter al examen de las cuestiones críticas asociadas a este tipo de argumentos. Estas preguntas van dirigidas a encontrar los puntos débiles de un argumento, al modo de los tópicos tradicionales. La utilidad de las cuestiones críticas reside en que ayuda a encontrar las objeciones y contraargumentos con los que ha de medirse el argumento analizado.

Ahora bien, aun cuando se encuentre una razón contraria, ello no significa que se ha invalidado un argumento; se necesita algo más. Es necesario que dicha razón pese más que la razón original. Para ilustrar lo problemático que resulta esta evaluación, al igual que hace L. Vega, veamos el ejemplo tomado de The Idea of Justice de Amartya Sen. “Tres niños aspiran a recibir un determinado regalo, una flauta. Uno alega que es a él a quien se le debe regalar la flauta porque es pobre y no tiene nada con qué jugar. Otro la reclama porque ha sido justamente él quien la ha hecho. Y el tercero aduce que debe ser suya porque es el único que sabe tocarla”.

¿Cómo decidimos entre las tres aspiraciones así argumentadas? No hay un criterio universalmente aceptado, de modo que la decisión dependerá del sistema de valores que se asuma y de la idea de equidad y de justicia que manejemos.

Llegados a este punto, hay que considerar varios aspectos para la evaluación. Ante todo, debemos contemplar los valores que entran en juego; en este caso en especial, lo que efectivamente nos habilita para conseguir una solución a la disputa entre los tres niños es el valor que adjudicamos a la búsqueda de la realización humana, la supresión de la pobreza y el derecho a deleitarse con los frutos del propio trabajo.

Ahora bien, en un ejemplo como el aludido, para decidir a favor de uno u otro, alguien actúa como evaluador; ese alguien emplearía un método que le permitiese decidir a favor de uno u otro argumento y daría las razones que justifiquen su decisión. Dicho en otras palabras y salvando las distancias, actuaría como un “juez” ante un caso en el que debe ponderar distintas opciones para decidir a favor de alguna de ellas.

¿Es posible evaluar estas prácticas argumentativas de manera “externa” o quienes evalúan son precisamente quienes están en el dentro de la propia argumentación? ¿Nuestros políticos y quienes actúan en la palestra pública alguna vez se han planteado evaluar sus propias argumentaciones?