Conozco a un empresario boliviano de ascendencia alemana, natural de Santa Cruz. Emprendedor como tantos habitantes de ese departamento, ha puesto en marcha diversos negocios: no se imagina la posibilidad de trabajar como empleado; lo hace por cuenta propia y, en todo caso, da trabajo a otros. Bolivia es un país interesante, con abundantes recursos, pero inestable política y socialmente. Los empresarios -ahí y en cualquier otro lugar del mundo- necesitan un marco jurídico estable, que permita invertir con garantías y planear a largo plazo. Como en Bolivia no se dan ahora mismo esas condiciones, nuestro empresario hizo valer su condición alemana (en aplicación del ius sanguinis: es ciudadano alemán todo descendiente de alemanes) y se trasladó a Alemania hace un par de años. Llevaba un plan de negocio bien pensado: montar una pequeña fábrica para vender en el mercado centroeuropeo de la repostería un tipo de dulce exitoso en el Cono Sur y apenas conocido en Europa.
Al llegar a Alemania, se aprovechó, sorprendido y agradecido, de diversas ayudas que el gobierno ofrece para inversiones como la suya. El negocio prometía. Pero nuestro hombre no había contado con la burocracia local. La puesta en marcha de su pequeña fábrica exigió más de un año de trámites para obtener permisos variados. Cuando pensaba que ya tenía todo en regla y podía empezar a construir, un cambio legislativo relativo a la fuente de energía le obligó a empezar de nuevo desde el principio. Desesperado, el empresario se está planteando regresar a Bolivia. Triste alternativa: el caos boliviano o la burocracia alemana.
Se aplica a este caso el aforismo que circula en los medios económicos: “Los estadounidenses conciben nuevos productos; los chinos los fabrican y comercializan; los europeos los regulan”. Recientemente se ha celebrado en Berlín un congreso para empresarios, organizado por el Frankfurter Allgemeine Zeitung. El tema era la burocracia en Europa, y la intención de los organizadores era empezar a influir en el nuevo Parlamento Europeo. Hay unanimidad en el empresariado: la burocracia ha crecido y lo sigue haciendo sin control y se ha convertido en la principal amenaza para las empresas (por ejemplo: la construcción de una casa en Alemania implica tener en cuenta unas 20.000 normas). Si Europa pretende competir con Estados Unidos, China y los BRICS, urge poner coto a esa fiebre reguladora. A la vez, habría que dar marcha atrás y eliminar tantas normativas superfluas e ineficaces.
Se registra unanimidad en el diagnóstico -y en la queja-. Las opiniones varían en lo relativo a la posibilidad de lograr ese objetivo, pues hay pesimistas que lo dan por imposible y no ven más futuro que la liquidación de la empresa o su deslocalización.
¿Cuál es el origen de esa pasión reguladora que se ha apoderado de las autoridades europeas? Casi nadie piensa que la intención de los gobiernos sea fastidiar y poner trabas por sistema. En su origen, el propósito de los reguladores era razonable e incluso benéfico: asegurar bienes como la calidad, la seguridad, la igualdad de condiciones, la salud de trabajadores y clientes, etcétera. Pero con demasiada frecuencia, y en virtud de la “lógica burocrática”, esa mentalidad ha derivado en un desmedido afán controlador. Tantas normas -y tan prolijas- acaban reflejando una profunda desconfianza hacia los actores económicos, que llega incluso a la hostilidad abierta: el empresario como enemigo del bien común y de la humanidad, como especie peligrosa a la que se debe atar corto para evitar el daño que causaría en libertad.
Sin duda que otro factor determinante ha sido el crecimiento del Estado. Las administraciones públicas disponen de recursos ilimitados, personales y materiales. En casi todos los países occidentales el sector público se desarrolla a expensas del privado. Además, el Estado tiene la desfachatez de incumplir, cuando le interesa, las normas con las que acribilla al sector privado. Se legisla tanto y a tal velocidad, que a los particulares les resulta imposible estar al día en la normativa que les afecta.
El Estado de derecho cae entonces en una paradoja perversa. Su intención era instaurar el imperio de la ley y librar a la ciudadanía de la arbitrariedad gubernamental, pues la ley también obliga a los que mandan. Pero en medio de la selva legislativa nadie está a salvo, nadie puede cumplir todas y cada una de las leyes que regulan su ámbito de actuación. Todos quedamos entonces a merced de cualquier denuncia o inspección malévola.
Mientras escribo estas letras llega a mis manos una encuesta realizada por la Consultora EY a empresarios europeos: 75% considera que la legislación europea, excesivamente compleja e incluso contradictoria, constituye el principal obstáculo para la digitalización de su negocio. A nuestros políticos se les llena la boca hablando de digitalización y en la práctica no hacen más que poner dificultades. Eso se llama en términos populares dispararse en el pie.
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