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La penuria del cuerpo

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Probablemente no haya tema más poco cinematográfico que el cuerpo humano. El cine, después de todo, es un arte de luces, sombras y aire, y el peso de esa prisión llamada cuerpo lo rehúye. Las excepciones son escasas, algunas de ellas terribles. La muy nazi Leni Riefenstahl usaba los cuerpos de los dioses griegos para encarnar el ideal ario de belleza en su Olympia, Pier Paolo Pasolini se enamoraba de sus protagonistas en varias secuencias de su Trilogía de la vida (Decameron, Cuentos de Canterbury, Mil y una noches) para luego ultrajarlos en un filme maldito llamado Salo o las 120 jornadas de Sodoma. El cuerpo humano en el cine parece más una aspiración a la belleza o a lo grotesco, motivo por el cual sus territorios privilegiados son los géneros del terror y la pornografía.

La ballena es, en este sentido, una excepción. Charlie, su protagonista, es un profesor de inglés online, que ha elegido tapar la cámara de su computadora para no mostrarse frente a sus alumnos. El motivo aparente es muy lógico. Charlie está aquejado de extrema obesidad y se avergüenza de su cuerpo. Esta obesidad es una metáfora, como metáforica es Moby Dick, la ballena a la cual se alude repetidamente en los diálogos y en el título. En realidad el tema de la película es la culpabilidad. Todas las relaciones de Charlie son vínculos culpables. Frente a su cuidadora por estar matándose lentamente, frente a su hija por haberla abandonado y frente a su aspirante a salvador por elegir la muerte antes que la gracia divina. La trama, derivada de una obra de teatro, es el progresivo desvelamiento de este sentimiento de culpabilidad que se manifiesta a través de la deformidad y la gordura. Charlie al comer no disfruta ni se alimenta. Las dos escenas que lo muestran comiendo son –no hay otra forma de decirlo- obscenas. Sorprendentemente la única relación exenta de culpabilidad que tal vez pudiera ser posible y que Charlie esquiva es la que le presenta el repartidor de comida, al que sistemáticamente ha evitado para no mostrarse. La ironía es sutil, quien le provee el alimento que debiera ser vida pero en la elección de Charlie es su arma suicida, es el único personaje que solo quiere conocerlo desinteresadamente. Y por ello es rechazado. Porque este es el núcleo de la película: la vergüenza de mostrarse, porque hacerlo implicaría dar explicaciones sobre un pasado también culpable. Para expiarlo el camino es comer hasta morir, ofrecerse una muerte lenta, desagradable, y torturada. Todo este drama, que esquiva el origen teatral mencionado, transcurre en un microcosmos al que solo acceden unos elegidos. La cuidadora y amiga, la hija abandonada y el joven predicador que lo asume no como un ser humano sino como una causa. A ellos se agregarán la exesposa y el mencionado repartidor. Pero los dados ya están echados y más que el conflicto por salvarse, una posibilidad que Charlie descarta desde el inicio, la trama se orienta a describir los últimos días de un condenado. Lo hace de la manera más brutal muy al estilo del director Darren Aronofsky, concentrándose en la zona más opaca de sus personajes.

Una nota lateral sobre el director. Desde el inicio de su carrera se ha especializado en personajes extremos. Un matemático obsesionado en PI, una adicta a las anfetaminas en Requiem por un sueño, un luchador derrotado en El luchador, o una bailarina victima de su debilidad y su mentor en Cisne negro. En todos los casos sus personajes son perdedores de antemano, enfrentados a la última prueba de su vida que inevitablemente perderán también. No hay mayor progreso en La ballena a no ser por la elección del tema y la extraordinaria actuación de todo el equipo, en el cual descuella Brendan Fraser. Al final solo gana la tristeza.

La ballena. (The Whale). USA.2022. Director Darren Aronofsky. Con Brendan Fraser, Sadie Sink, Ty Simpkins.

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