El 31 de octubre de 1945, a las 7:00 de la tarde, las oficinas y talleres del diario El Tiempo, ubicados en la extinta plaza España de Caracas, fueron violentamente asaltados por una comisión interventora. Al frente de ella se encontraban Alejandro Ávila Chacín, encargado de la Prefectura del Departamento Libertador y Martín Márquez Áñez, comandante general de la Policía, seguidos de un tropel de funcionarios judiciales, soldados del «Ejército Revolucionario» y milicianos del partido Acción Democrática. La medida tomó por sorpresa a los trabajadores del taller, quienes prefirieron huir del edificio antes que enfrentarse a los tristemente célebres «cabilleros». Al diario se le atribuyó el delito de querer corromper conciencias a través de su línea editorial, afín al medinismo, y por ello pasó a ser un objetivo de la acción «depuradora» y «profiláctica» pregonada entre los octubristas.
La expropiación de El Tiempo, desde luego, fue retaliativa. Para la Junta Revolucionaria toda política anterior a su gobierno debía presentarse como algo anticuado, obsoleto, contaminado por lo más «rancio» del viejo gomecismo. Por eso, de la noche a la mañana, los directores, redactores y colaboradores del diario dejaron de ser considerados periodistas —en gran parte por muchos de sus colegas—, para recibir, en cambio, el trato despreciativo que se suele dar a los vasallos, o, como ocurrió en este caso, a los «defensores serviles» del antiguo orden. Semanas más tarde, decenas de correctores, pregoneros, linotipistas y mecanógrafos, ahora en situación de calle, se plantaron a las puertas del Ministerio del Trabajo, para exigir la indemnización que el nuevo régimen, en su papel de «auténtico vocero» de la clase obrera, les había prometido. Jamás fueron recibidos.
Setenta y seis años después, vemos cómo la relación entre la política y la prensa venezolana sigue siendo conflictiva. Lo ocurrido el 14 de mayo, cuando la sede principal de El Nacional fue puesta bajo embargo ejecutivo para fruición y deleite de un solo hombre —Diosdado Cabello Rondón—, es otro ejemplo de ello. Cabe resaltar que, desde sus inicios, este periódico ha sido símbolo indudable de pluralidad y tolerancia. En él han participado las voces más diversas y los más variados matices ideológicos. Uslar Pietri, por ejemplo, halló en El Nacional un espacio de argumentación y de réplica en un contexto —de 1945 a 1948— en el que su pluma se encontraba totalmente vedada. El doctor Alirio Ugarte Pelayo, otro personaje insigne, elucubró en estas páginas lo más significativo de su propuesta política. Tulio Chiossone, jurista del más alto calibre intelectual, dejó como legado algunas de las mejores reflexiones que sobre el Derecho se han escrito en Venezuela. Y como ellos, muchos otros cuyo recuerdo merece, por supuesto, una evocación más extensa.
Aún guardando las distancias entre el razonamiento equívoco del Trienio Adeco y las motivaciones sadistas y resentidas de la tiranía actual, hay que reconocer que ambos casos son el reflejo de una mentalidad, una forma de pensar que, diría yo, es más bien una patología del poder en su carácter absoluto: la imposibilidad de aceptar o tolerar un criterio distinto al del discurso oficial.
Cuando el mandato que se ejerce es absoluto, cuando todas las instituciones se encuentran doblegadas o corrompidas, cuando no existe un equilibrio de las fuerzas en pugna, sino una autoridad que actúa de acuerdo a su criterio, a su «leal saber y entender», o peor aún, según su estado de ánimo, queda claro que la libertad no puede prosperar, mucho menos a través de un medio tan fundamental para la proyección del pensamiento y las ideas individuales como lo es la prensa.
No puedo evitar asumir, sin embargo, que el verdadero problema reside en que, como nación, seguimos produciendo regímenes basados en el odio, la saña y el resentimiento. Hay algo en nuestra cultura, en lo más profundo y velado de nuestra idiosincrasia que debe ser enmendado cuanto antes. A la perversa y malintencionada costumbre de aplicar «tábula rasa» sobre la obra de quien nos ha sido adverso, deberíamos superponer el sano ejercicio de concebir a Venezuela como un fin, como una tarea en proceso que requiere de nosotros paciencia, esfuerzo y tolerancia.
Solo así será posible elevar nuestro entendimiento, y con ello, el nivel de conciencia requerido para entender lo que realmente significa vivir en libertad.
@LPCompartida
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