El fin del feudalismo parecía estar cerca. Hacia 1789, el año de la Revolución, Francia era uno de los países en los que el orden feudal, aquella nefasta herencia del medioevo, venía decayendo con mayor rapidez. Más de la mitad de las tierras les pertenecían a los campesinos, la nobleza había emigrado hacia las grandes ciudades y la aristocracia desaparecía lentamente.
Fue justamente allí, en donde el viejo orden perdía rigidez y donde se llevó a cabo la revolución que daría inicio a la Edad Contemporánea. Mientras tanto, en los países circundantes, el feudo mantenía un asfixiante orden medieval que no daba tregua a los campesinos, y dicha estructura gozaba de total legitimidad. Contrario a lo que dicta la lógica, el progreso vivido en Francia antes de la Revolución no llevó a la satisfacción popular y, por tanto, a la pasividad, sino a un aumento de la demanda libertaria. Esto sugiere que allí en donde la desigualdad es el status quo, la naturalidad de esa condición entorpece un cambio, mientras que en la medida en la que las sociedades avanzan, la desigualdad se hace más evidente y menos soportable. A esto se le conoce como la Paradoja de Tocqueville.
Algo similar parece estar sucediendo entre los chilenos. Estos viven en el país más desarrollado de la región, en medio de una economía dinámica y una estabilidad democrática que algunos de sus vecinos envidiarían. Aún tienen inmensos problemas fundamentales que resolver, pero claramente la tendencia es positiva. El índice de desarrollo humano crece desde hace años y se proyecta positivamente hacia el futuro. Aunque haya sido con una lentitud injustificada, el crecimiento del arca nacional ha mejorado algunos aspectos de la vida colectiva chilena, sin paralelos en América Latina.
El apetito aumenta a partir de aquello con que se alimenta, argumenta el pensador francés Alexis de Tocqueville en su legendaria obra Democracia en América (1840). Esta posición se contrapone a la tesis de Marx, quien aseguraba que las revoluciones se desencadenarían a partir del progresivo empobrecimiento del proletariado. Según él, las condiciones creadas por la explotación llegarían a tal precariedad que el levantamiento popular sería inevitable (la Revolución Mexicana podría caer en esta categorización).
Sin embargo, actualmente, en los tiempos de la globalización, es la tesis de Tocqueville la que pareciera describir más acertadamente la situación de algunos países. Li Keqiang, el primer ministro de China, apenas tomó el poder en 2013 recomendó a sus compañeros de partido leer al francés. Keqiang entiende que con el aumento de las libertades y posibilidades ciudadanas incrementa la probabilidad de resistencia a un orden autoritario. Desde entonces “El antiguo régimen y la revolución” (1856), obra seminal de Tocqueville, ha estado entre los libros más vendidos en toda China.
En Chile no hay un régimen dictatorial, pero hay un orden económico que crea inmensas asimetrías en la repartición de riquezas. Los chilenos son líder mundial en exportaciones tan esenciales como el cobre, el yodo y el litio. La infraestructura es la más moderna de la región y la percepción de la corrupción es insignificante frente a la situación de los países vecinos. Se han vivido tiempos de bonanza. En este sentido, la calidad de vida ha ido mejorando, pero la población entiende que el potencial de bienestar es superior al que vienen recibiendo. Las medidas paliativas de Piñera no van a calmar a una clase media que se siente injustamente tratada por un modelo económico que reproduce la desigualdad social.
Y está claro que esa desigualdad es gigantesca, poco ha cambiado en los últimos 30 años. Los ricos se han hecho más ricos y los pobres menos pobres, pero la inmensidad de la brecha impide llamar a Chile un país desarrollado. El altísimo costo de vida, el terrible sistema pensionario, la necesidad de endeudarse para acceder a una educación de nivel superior y la excesiva privatización de los servicios básicos han llevado a la clase media a la desesperación, y con derecho. El contraste de la deficiencia del Estado de Bienestar con el cuantioso PIB chileno ha creado una olla de presión: se ha generalizado la intuición de que el país puede brindarles mejores condiciones a sus ciudadanos.
Los chilenos se han visto a la vanguardia económica de América Latina. Se les usa como el ejemplo de una nación que ha sabido explotar sus recursos naturales, cosa que no se puede decir de algunos países cercanos, tan bananeros como nunca. Lamentablemente, el bienestar ha sido parcializado, en muy poco grado disfrutado por el grueso de la población. Pero el hecho de que ese crecimiento exista ha creado una expectativa de mejora que desembocó en las actuales protestas.
Las ataduras del subdesarrollo son todavía perceptibles, y el camino es largo. Pero la exigencia incendiaria por un cambio estructural que permita el avance al anhelado primer mundo no es solo comprensible, es necesaria. Observemos, entonces, cómo se hace historia en Chile. Quizás logren acercarse ya no al fin del feudalismo, sino al inicio de una prosperidad generalizada que mucho se ha hecho esperar.