Los años sesenta fueron una década negra para el cine estadounidense. Las superproducciones, arma secreta contra la televisión, habían resultado balas de pólvora mojada, la sociedad voceaba su inconformidad frente a una guerra lejana y poco comprensible y las fórmulas parecían agotadas. No por casualidad el éxito se había refugiado en la cueva de la violencia. Doce del patíbulo de Robert Aldrich y Bonnie y Clyde de Arthur Penn habían sido resonantes éxitos de taquilla. Una mirada exhaustiva hubiera revelado un denominador común a ambas violencias. Los malvivientes del colectivo liderado por Lee Marvin en contra de loz nazis eran unos descastados como los dos amantes que robaban bancos durante la depresión. Por ese final de década, un director indisciplinado y belicoso había demostrado, junto a su mal genio, un talento especial para las narraciones tensas, debidamente entrenado en la muy denostada televisión. Al mismo tiempo, un libreto firmado por el recién llegado Walon Green hablaba de un grupo de atracadores de bancos, perdidos en la frontera con México hacia 1913, perseguidos por el ocaso de su época.
El filme resultante fue La pandilla salvaje, el último de los grandes westerns. Probablemente su estatura como obra mayor del cine se deba a una triple y muy feliz confluencia. Por un lado es un largometraje crepuscular, que describe pistoleros tan cansados como su perseguidor, conscientes de asistir a un tiempo que se les agota. Prueba de ello son el automóvil y la ametralladora, manejados con igual imprudencia por los revolucionarios mexicanos con los que alternan. Al mismo tiempo es una historia de bandoleros que tienen un código de honor simple pero expresivo, cruza de Kant con Yogi Berra: “un hombre debe hacer lo que debe hacer”. Los salvajes pandilleros son, qué duda cabe, muy superiores a los banqueros que contratan a su ex compañero de fechorías para que los aniquile, y de paso, a la masa de revolucionarios mexicanos comandados por el general Mapache, chavista avant la lettre. Pero lo que hacía de este entorno y este drama un cocktail perfecto era el ritmo expresivo que el director Peckinpah lograba imprimirle a la empresa.
El montaje revelaba crueldades inverosímiles como la de los niños quemando escorpiones mientras un atraco iba en progreso, los flashbacks (la tortura en la prisión, el robo de una mujer, el parentesco de uno de los ladrones con el guía viejo) perforaban la anécdota como flechas tan sorpresivas como reveladoras. Pero lo mejor, lo que hizo que la película se transformara en un clásico instantáneo era la manera en que las escenas de violencia se descomponían. La acción parecía detenerse para luego continuar en cámara lenta, mientras el sonido seguía su ritmo normal, los balazos atravesaban los cuerpos con la misma parsimonia revelando el estallido de la sangre que chispeaba sobre los cadáveres o los caballos que destrozaban vitrinas, en un cruce de poesía con grotesco. Todo terminaba en una orgía de violencia final, en el cual los pandilleros sí tomaban control de la ametralladora y vaya si la sabían utilizar. En una secuencia que ocupaba los últimos largos, larguísimos minutos de la película y que parecía no terminar nunca, la pandilla salvaje, para vengar a un compañero asesinado por Mapache, la emprendía contra él y toda su corte en un despliegue de sangre y balas mesmerizante. Y Peckinpah parecía regodearse en esa violencia, estirando sus tiempos, detallando sus detalles más sangrientos, sin escatimar ni una gota de rojo.
La película subvertió todos los códigos y, por supuesto, levantó las protestas de las almas preocupadas por el mensaje del filme que, mal o bien, hacía una apología algo coja, pero apología al fin, de un grupo de muchachos descarriados pero solidarios entre ellos. La violencia, sin embargo, estaba lejos de ser privativa de la película o del director que con tanta sabiduría narrativa la cultivaba. Estados Unidos era, en 1969 un país particularmente violento en una década que la había visto campear a sus anchas. Un presidente, un premio Nobel de la Paz, un candidato a presidente asesinados, disturbios en las principales ciudades y una guerra transmitida en vivo y en directo eran un marco más que adecuado para la fábula que Green y Peckinpah proponían.
Vale la pena festejar sus cincuenta años viéndola y volviéndola a ver. Es una lástima que esa violencia expresiva, legitimada por los tiempos en los cuales había nacido, se haya vuelto, en el cine de hoy, tan común, tan bastarda y tan frívola. Señal de los tiempos que corren.
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