Ellas viven en mí porque sus bellos rostros y sus voces de soprano aún anidan en mi memoria, una memoria que no sé cómo calificarla o a qué altura colocarla porque olvido fácil y constantemente nombres quizás de mayor importancia o jerarquía artística, científica o política, mientras que ellas dos, es decir, Jeanette MacDonald y Deanna Durbin, persisten en seguir viviendo en mí no obstante haber muerto la primera en enero de 1965 a los 63 años y la segunda en París cuando culminaba sus primeros 91 años después de haber triunfado en el Hollywood de los años treinta con películas de amores juveniles y canciones enternecedoras. Jeanette junto a Nelson Eddy disfrazado de oficial de la policía montada de Canadá cantando «Oh Rosemary, I love you» y Deanna conquistando con su hermosa voz a los cien hombres integrantes de una orquesta sinfónica. Yo estaba tan enamorado de la MacDonald que en la intimidad la llamaba Juanita Maldonado y de niño me la pasaba cantando «Oh Rosemary» como si fuera el propio Nelson Eddy montado a caballo por la praderas de Manitoba, Canadá, que contrariamente vieron nacer a la Durbin en 1921.
Nunca imaginé que Juanita Maldonado iba a cruzar conmigo el camino asquenazí de Elisa Lerner la vez que a Tarre Murzi, presidente del Inciba, se le ocurrió crear una comisión integrada por el poeta Francisco Pérez Perdomo, la escritora Elisa Lerner y Rodolfo Izaguirre para viajar por los estados centrales del país para entrevistarse con los gobernadores y concertar beneficiosos acuerdos culturales.
Una comisión perfectamente inútil, integrada por personas ajenas a la burocracia cultural, alejadas de toda clase de gestión vinculada a los ajetreos de la cultura oficial y los contactos con funcionarios de alto nivel. Pero tuvimos que aceptar y acomodados en un automóvil oficial emprendimos viaje hacia San Juan de los Morros, primera etapa de nuestra misión. Durante el viaje, Elisa muy emocionada aludió durante el trayecto a la crónica que escribí sobre un artículo de Carmen Clemente Travieso dedicado a la pamela de Jeanette MacDonald. En algunas de sus crónicas, Elisa consideró el consuelo que significó para la mujer el alto y elegante recato de los sombreros que siguió acompañando a las femeninas cabezas. La pamela de Jeanette MacDonald nos acompañó hasta San Juan de los Morros. Allí nos recibió el gobernador, un viejito copeyano muy amable que al mentir prometió estudiar atentamente los documentos que le entregamos y nos invitó a almorzar.
Almorzar significaba una alegre y atolondrada ternera con abundante whisky. Arriba, la mesa principal con el gobernador, nosotros tres y parte de su tren de gobierno y abajo, el perraje tragando y bebiendo a costa del dinero del Estado. El viejito, muy atento y perfumado, se dirigió a Elisa y le dijo por decir algo: «!Usted que es una mujer tan intelectual…» y Elisa no lo dejó continuar y con la mano en alto lo atajó: «¡No, yo no soy un mujer intelectual! ¡Yo soy una mujer abrumada por la pamela de Jeanette Mac Donald!».
Atónito, desconcertado, el gobernador que seguramente ignora qué es una pamela o quién pudo haber sido Jeanette MacDonald le dio la espalda a nuestra amiga y se puso a conversar conmigo en la certeza de que no lo iba a desconcertar con ninguna pamela.
Hoy no paramos de reír, pero en aquel momento y desde entonces adoré a Elisa porque su insólita y extemporánea respuesta creaba allí una situación teatral y lo que dijo se lo estaba diciendo nada menos que a la autoridad del lugar, al propio gobernador. ¡Era la mujer dueña de su propia conducta! y así desarrolló su escritura: veloz, mordaz, atrevida. ¡Una bella de inteligencia! Lo dije al no más conocerla en el liceo Fermín Toro diseñado por el arquitecto Cipriano Domínguez, dos años antes de que Adriano González León, Luis García Morales y Rodolfo Izaguirre, crearan el grupo Sardio, renovador de la literatura venezolana: «¡Elisa Lerner todavía no ha escrito ninguna letra y ya es escritora!». Pero en 2016, cuando Madera Fina reunió y editó las crónicas de Elisa, el volumen que las reunió titulado Así que pasen cien años sobrepasaba las setecientas páginas de una fluidez impresionante y nunca dejó de ser una escritora mordaz y brillante. ¡Una bella de inteligencia!
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