OPINIÓN

La palabra y la adulación

por Jesús Peñalver Jesús Peñalver

A Milagros Mata Gil y Juan Manuel Muñoz

 Se pierde la capacidad de asombro con la abundante adulación con que hacen gala los seguidores de la revolución roja rojita y de su líder máximo, ya difunto. No guardan las formas, ni distinguen entre bienes propios o ajenos, privados o del Estado para lisonjear al jefazo. No le paran al lugar donde se encuentren, ni el momento en que adulan.

El Teatro Teresa Carreño, otrora Complejo Cultural, lo han convertido en el santuario del jalabolismo oficial por excelencia; pero puede ser una plaza, un salón palaciego o los innumerables medios de comunicación que hoy tiene a su disposición el régimen.

Los mismos que atacaron a la democracia venezolana, irrumpiendo contra el gobierno democrático de 1992, dizque para acabar con la corrupción, la falla en los servicios públicos, y con una carga de nacionalismo-bolivariano a rabiar, hoy no hallan qué hacer para justificar tanta ineficiencia, incapacidad e incompetencia para resolver los muchos y muy graves problemas que aquejan a Venezuela.

Hoy vemos cómo esos problemas se han visto incrementados por la chapuza oficial, al punto de que sus seguidores fieles no han dejado de pregonar y practicar lo que les enseñó en mala hora aquel golpista: “No tengan miedo a equivocarse, estamos ensayando”, “no volverán”, “la revolución llegó para quedarse” entre otras diabólicas consignas, de suyo antidemocráticas.

Con devota sumisión no hacen otra cosa que adular, reír, celebrar las ocurrencias y aplaudir hasta hacerse daño en las manos. Estamos en la época escrotocrática del siglo XXI.

Conviene advertir que todos los que han jefaturado regímenes de oprobio en Venezuela han tenido insectos rastreros a su lado; reptiles de la política dispuestos siempre a lamer suelas y suelos; bichitos rojos rojitos (en algunos casos con pasado variopinto) imbéciles y oportunistas que no dudan un instante, ni desperdician ocasión para jalar. Miserable papelito en esta obra de la escena nacional.

Jalar es término admitido por el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), hoy Diccionario de la Lengua Española (DEL), como sinónimo coloquial de halar. Nosotros lo usamos con sentido peyorativo para señalar a los adulantes o aduladores, a quienes llamamos, simplemente, jalabolas.

La adulación ha existido en toda la historia de la humanidad siempre asociada a lo perverso.

El DLE, que no registra adulante, define adular como «halagar a alguien servilmente para ganar su voluntad». Pero el pueblo, de todo el planeta, le aplica al adulador una amplia gama de calificativos que conforman un género aparte del lenguaje coloquial, que había recogido el DRAE anterior: Chupamedias, jalamecate, lameculo, rastrero, lamesuelas, y el confianzudo jaleti, son algunos, pero en Venezuela preferimos jalabolas.

Cuentan que un tal Vidaurre, intendente de Lima, se postraba en cuatro patas para que Bolívar pudiera subirse al alazán árabe que le había obsequiado la municipalidad.

Cuando José Tadeo Monagas preguntaba la hora, tenía cerca un adulante que le respondía:

—»La que usted quiera que sea mi general».

Un ministro al que Guzmán Blanco despidió a insultos gritados, en público, respondió, cuando iba saliendo en estampida del despacho presidencial:

—»Hasta en lo malcriado te pareces al Libertador».

Guzmán, al que le gustaba que lo compararan con Bolívar, lo perdonó.

Otro le dijo al chaparrito Cipriano Castro:

—»Mi general, los hombres de verdad se miden de las cejas hacia arriba».

Y como el «mono lúbrico» tenía la frente empatada con las espaldas, se sintió en las nubes.

Las clases dominantes conocen el poder del arte, aunque finjan ignorarlo, también las trapisondas para incorporar al artista a su entorno. Estas aprovechan el poder que ostentan e incorporan también a su entorno a escritores, deportistas y otros que les aplaudan.

Los sátrapas saben que un cargo, privilegio o sinecura, puede obrar como agua fría sobre el ímpetu idealista de las intenciones buenas. En las cortes de los mandones brillan lúgubres payasos capaces de componer poemas y manejar palabras.

Vergüenza da el servilismo de intelectuales que se venden a la satrapía por un plato de lentejas. Artistas y deportistas no escapan de tales prácticas aborrecibles.

Intelectuales o artistas de alquiler, dispuestos a recoger la limosna del déspota de turno. Al artista hay que pagarle; pero cuando se trueca la conciencia y la dignidad por monedas, la vergüenza es propia y ajena.

Se puede ser un gran escritor y un pequeño hombre; un gran escritor y un enano miserable. Se puede ser un revolucionario y tener la pesebrera colmada de pienso para el invierno.

Un día Diógenes comía lentejas. Aristipo, otro filósofo que adulaba a Alejandro Magno, le dijo:

—»Mira, si fueras sumiso al rey, no tendrías que comer esa basura de lentejas».

Diógenes contestó: «Si tú aprendieras a comer lentejas, no tendrías que degradarte adulando al rey».

La barbarie prefiere espejos complacientes, a aquellos de la madrastra que les diga la verdad sobre sus fechorías y fealdades.

¡Qué duda cabe!, para ser jalabolas hay que ser corrupto o mediocre, o en caso extremo, ambas cosas.