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La palabra

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He convenido en atender la recomendación del escritor Barrera Tyszka, de modo que no improvisaré con el lenguaje. He prometido ordenar bien mi vocabulario, me he impuesto la obligación de planificar cada conversación, y cuidar celosamente lo que digo y lo que escucho, «pues ahora las palabras parecieran ser una enfermedad contagiosa, que no se puede hablar sin usar preservativos».

Las palabras se hicieron para decirlas. Por eso, ante la intolerancia de algunos lectores con aparentes afecciones de dislexia y disgrafía, que no entienden a cabalidad una opinión emitida por mí en algún diario donde colaboro o en las mismas redes sociales donde interactúo, o una frase o un simple tuit o trino, me propongo despachar este asunto, no sin antes exponer excusas por anticipado a los distinguidos lectores.

Admito que quizá pueda asumirse como una trivialidad de mi parte escribir esta nota, pero la explicación es simple, pues se debe a que siempre he sentido la necesidad compulsiva de aclarar cualquier detalle que pueda hacerme sentir alguna desazón.

Esta vez siento que debo explicar, sobre todo a mis hijos, que cuando en días pasados discrepé de algunos líderes de la oposición democrática venezolana, aludí a la envidia como sentimiento malsano; a la necesidad y conveniencia de que existan más opiniones de líderes políticos, libertad de los partidos y necesariamente, unidad de criterios en la diversidad. No es posible ni admisible en democracia, la existencia de presos políticos, tampoco la persecución a las ONG para la defensa de los derechos humanos, aunque los directivos de esas organizaciones puedan ser sometidos a procesos judiciales, si se demostrase que han infringido la ley.

Discrepo del llamado a marchas, concentraciones, caminatas o protestas de parecida naturaleza, en plena pandemia por coronavirus. No tengo vocación suicida ni ánimos de figuración, y menos afán de ser considerado héroe. La paz que deseo para Venezuela es la de un país libre y con mejores condiciones de existencia. No la paz de lo sepulcros.

Disiento de los que llaman dizque a “votar”, en unos supuestos comicios plagados de vicios e irregularidades. Ocasión propia para reiterar mi apoyo a la acción de amparo constitucional, ejercido conjuntamente con recurso de nulidad del acto que convoca a elecciones para diciembre próximo, por un destacado grupo de venezolanos, y por las mismas razones antes dichas. ¡No al fraude electoral!

De igual modo, me opongo a cualquier invasión de nación extranjera. Quizá hoy no, pero la verdad sea dicha, Estados Unidos ha sido el socio comercial más importante de Venezuela y el país más potente del mundo. El hecho de reconocerlo no puede llevarnos al cadalso. Tampoco creo que la estrechez intelectual de algunos, cuyo enanismo interpretativo les impide comprender las opiniones de los otros, pueda hundirnos, execrarnos o enviarnos a que la vindicta pública nos linche.

Seguiré diciendo las palabras del modo sugerido, aunque los intolerantes, cuyas huellas dactilares de seguro están estampadas en los escrotos de muchos, pidan a grito nuestras cabezas.

Dejemos a un lado el fundamentalismo y la intolerancia, y respondamos a ese humano instinto al que se refirió Bolívar: «El instinto que tienen todos los hombres de aspirar a la mayor felicidad posible, lo que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad».

Hoy mi país, oloroso a revuelta en el paisaje, reclama, exige y ruega soluciones concertadas, diálogo franco y sincero que nos conduzcan a una salida democrática, pacífica y electoral. Pero me niego a asistir a un fraude, un simulacro, una farsa como la del pasado 20 de mayo de 2018.

Devoto del voto soy. Pero no convalido trapisondas ni aúpo a diputados golillas. Respeto a quienes llaman a “votar”, pero critico a quienes lo hacen desde lugares comunes: culpando a la abstención o señalando el riesgo de perder la autonomía. Lo cierto es que no hay condiciones electorales que garanticen pulcritud, transparencia, libertad ni imparcialidad en el proceso comicial. Y tampoco existe autonomía, separación ni independencia de poderes públicos.

Apuesto porque paso a paso vayamos recuperando la confianza de los venezolanos en el voto, pero no así como están las cosas en este momento.

¿Qué ocurrió después de la lamentable abstención de 2005? Por ese error político yo me pronuncio.

¿Acaso no fue votando que dijimos NO a la propuesta de reforma constitucional de aquel desquiciado milico golpista? Pero hoy, evidentemente, las condiciones son otras, que por donde las miremos están plagadas de irregularidades que favorecen al régimen.

El voto es un arma moralmente superior y más eficaz que los fusiles de los milicos. Por eso quiero finalizar con palabras de un poeta.

En fogoso discurso en el Nuevo Circo de Caracas, el 27 de junio de 1943, dijo el poeta Andrés Eloy Blanco en defensa de los atributos del voto universal, directo y secreto en comicios limpios y transparentes:

“Cuando muera que me entierren en la urna electoral”.

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