Bernardo Arévalo, un académico de tranquilo talante que se graduó como sociólogo en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y obtuvo su doctorado en antropología social en la Universidad de Utrecht, fue electo presidente de Guatemala el domingo 20 agosto de este año, y debe prestar juramento de su cargo el domingo 14 enero del año entrante. Un largo e inusual periodo de más de cuatro meses, propicio a la conspiración de que está siendo víctima, pues hay oscuras fuerzas concertadas para impedirle llegar a asumir el cargo que los electores le confiaron por una abrumadora mayoría de votos.
Que un académico que habla delante de los micrófonos como si se hallara en un aula de clases y no en una plaza pública, y es dueño de una trayectoria impecable, lejos de la demagogia y los usuales actos de corrupción, sea el nuevo presidente de Guatemala, si acaso el golpe de Estado continuo que le han montado termina fracasando, vendrá a resultar extraño. Lo común es lo contrario. El mejor antecedente del actual gobernante, Alejandro Giammattei, implicado él mismo en la conspiración para frustrar la presidencia de Arévalo, es haber sido jefe del sistema penitenciario, sucesor de Jimmy Morales, un mal cómico de la televisión; para no hablar de los generales sanguinarios que, como Efraín Ríos Montt, profeta de la Iglesia Cristiana del Verbo, fueron juzgados por genocidio.
La marca del ejercicio del poder ha sido en Guatemala la violación constante del Estado de Derecho, el control espurio de las instituciones, la denegación de las garantías ciudadanas, el encarcelamiento de periodistas, como el caso de Rubén Zamora, director de El Periódico, la persecución contra jueces, fiscales y procuradores de derechos humanos decididos a cumplir su papel legal, muchos forzados al exilio.
Y ese poder es manejado desde las sombras por una logia feudal unida por lo que se conoce como “el pacto de corruptos”, y tras la que se ocultan viejos oligarcas de horca y cuchillo, burócratas aferrados a sus puestos, capos del crimen organizado, militares en retiro partícipes de las cruzadas de represión contra los indígenas y campesinos en décadas anteriores. Para ellos, un gobierno democrático y transparente es la ruina, porque significa perder sus privilegios de casta y de su impunidad.
Para que Arévalo no pueda asumir la presidencia han intentado toda suerte de artimañas escandalosamente burdas, manipulando las leyes y usando como instrumentos a la fiscal general Consuelo Porras, al fiscal contra la impunidad Rafael Curruchiche, y al juez penal Fredy Orellana, sancionados por el gobierno de Estados Unidos. Sus acciones han ido dirigidas a anular la personería jurídica del partido Semilla, que llevó como candidato presidencial a Arévalo, a despojarlo de sus asientos como diputados, y a perseguir judicialmente a sus miembros; a anular los resultados electorales, mandando secuestrar urnas e intervenir al poder electoral, mientras la Corte Constitucional y la Corte Suprema de Justicia vacilan frente a estas maniobras o se prestan a ellas, una colusión de la que también es parte el Congreso Nacional, controlado igualmente por el “pacto de corruptos”.
En estas condiciones, con todos los instrumentos legales y judiciales bajo control de los conspiradores, y sin ningún tribunal superior que muestre voluntad de detener la marcha constante del golpe de Estado, las posibilidades del presidente electo de prestar juramento ese 14 de enero, que parece aún tan lejano, serían nulas si no fuera porque la otra Guatemala, sometida y olvidada, ha venido en rescate de la democracia.
Son los pueblos indígenas de ascendencia maya, quichés y cachiqueles, que representan el 60% de la población, y que han conservado su propia cultura y sus propias lenguas, víctimas seculares de la opresión y la discriminación, y de campañas de exterminio como la que llevó adelante en la década de los ochenta el general Ríos Montt, cuando aldeas enteras fueron borradas del mapa con todos sus habitantes, enterrados en fosas comunes.
“Los 48 Cantones y las Autoridades Ancestrales de los Pueblos originarios y sus 22 representantes”, constituidos en “Asamblea de Autoridades de los Pueblos en Resistencia para la Defensa de la Democracia”, con sus “principales” a la cabeza, alcaldes de vara, consejos de ancianos y alguaciles, han bajado desde sus comunidades lejanas a la ciudad de Guatemala, han trancado las carreteras, han tomado las calles de manera pacífica y han organizado plantones frente a la fiscalía y los tribunales exigiendo que se respete la constitución del país; y han logrado sumar en su protesta a estudiantes, sindicatos, comerciantes de los mercados, y amplios sectores de la clase media.
Las autoridades ancestrales cuidan tradicionalmente la paz y el bienestar de sus comunidades, del buen uso de las tierras comunales, protegen los bosques y las fuentes de agua, y se ocupan de la limpieza y ornato de calles y cementerios; pero en años recientes han sido protagonistas de campañas de resistencia ante leyes que atentan contra el medioambiente, o que pretenden eximir a los militares responsables de genocidio. Y ahora se han levantado en defensa de la democracia, reclamando que se reconozca el triunfo del presidente electo, y que se destituya a los funcionarios judiciales que se prestan al juego del “pacto de los corruptos”.
“Hordas de indios salvajes que han bajado a tomarse la capital”, dicen los voceros de las organizaciones de extrema derecha, parte del “pacto de corruptos”. El alcalde de la comunidad Juchanep, del departamento de Totonicapán, quien representa a los 48 Cantones indígenas, empuña la vara de mando que representa su autoridad, y no vacila en responder: “nosotros estamos aquí por una obligación moral, no representamos poder, representamos autoridad…y no permitiremos que Guatemala caiga en un gobierno de facto, en una imposición”.
Si el 14 de enero el presidente electo Bernardo Arévalo logra asumir el poder que el pueblo le otorgó en las urnas, como debemos confiar que así sea, será porque la otra Guatemala, la de los cantones indígenas, ha resistido, sin poder, pero con autoridad.
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