Cual campo minado, con alegatos, recriminaciones de un bando y de otro, o aún dentro de cada una de las facciones en conflicto, así se encuentra el escenario social y político en Venezuela, donde unos a otros se recriminan mutuamente sobre la responsabilidad en la desolación en la que ha derivado el país luego de dos décadas de desgobierno. Así, por un lado, cual mansos corderos y asumiéndose como gerentes eficientes, quienes controlan el Poder Ejecutivo señalan a las sanciones impuestas por Estados Unidos y al rol que ha tenido la oposición en ello, como la causa de todos nuestros males; mientras que por el otro, una clase política que ha pagado con persecución y hasta con la vida su osadía del desafío, responsabiliza y con razón, al modelo político mal llamado socialista de la debacle.
En medio de tan trascendental contienda, mientras van y vienen flechas, dardos y toda clase de municiones argumentativas, la aplastante mayoría de un pueblo sometido a la peor de las condiciones que conozca jurisdicción alguna del hemisferio occidental, vive, sufre y paga la peor parte con privaciones absurdas e injustificables en cuanto se refiere al acceso y disfrute de los servicios públicos más elementales, que convierten lo normalidad cotidiana de la que se disfruta en cualquier parte del mundo moderno, en una verdadera rareza, en un día a día que en muchos casos y sin temor a equívocos, debe ser muy similar a la de ese país rural y pobre del siglo XIX o tal vez a la de cualquier territorio castigado por los rigores de la guerra.
No obstante todos los males y rigores que han imperado durante las ya más de dos décadas de la más grande estafa política de este siglo, y cuando parecieran quedar pocas fuerzas para superar el costoso error histórico de la peor plaga destructora que haya conocido nuestra geografía, aparece entonces repentinamente ante nosotros y ante el mundo el resultado de una investigación robusta y rigurosamente documentada por una comisión independiente y legítimamente designada por el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, con el único fin de verificar y determinar los hechos ocurridos en Venezuela en materia de violación de los derechos humanos desde el año 2014, con lo cual se encendió nuevamente una luz al final del túnel oscuro por el que ha venido transitando la sociedad venezolana, donde si bien aún falta camino por recorrer para que se haga justicia, se ha puesto en todo caso de manifiesto algo tan vital e importante como lo es el reconocimiento a las víctimas de tantos desmanes, muchas de ellas hasta ahora invisibles y desconocidas por los mismos venezolanos y todas en cualquier caso desconocidas por el mundo.
La misión internacional independiente designada por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU para la determinación de los hechos sobre Venezuela ha puesto en evidencia la realidad que tanto temían en Miraflores se revelara ante el mundo, la cual por cierto en el país ya conocíamos, pero que era un secreto a gritos desesperados el que algo perverso en materia de derechos humanos ocurría acá, y que finalmente quedó plasmado a lo largo de sus 2.105 párrafos, 48 casos analizados en detalle, y 65 recomendaciones dirigidas al país y también a la comunidad internacional. Lo allí plasmado, como bien lo señala el propio informe, no impone responsabilidades, ni mucho menos condenas; sin embargo, señala hechos que, más allá de la determinación de quién jaló el gatillo, presionó el botón o dio la orden, son eso, hechos que están allí, con víctimas, con nombres, con evidencias, y donde la primera recomendación elemental es que se proceda a su investigación de forma rápida, eficaz, exhaustiva, independiente, imparcial y transparente, haciendo que los autores de las violaciones denunciadas rindan cuentas y proporcionando justicia a los afectados.
Esperar que siquiera la primera recomendación del informe de la Comisión sea observada por quienes tienen el control de las instituciones en Venezuela es, de lejos, poco más que una ingenuidad, pues justamente el propio reporte narra sus esfuerzos infructuosos por promover su cooperación, además de su persistente negativa en negar inclusive el acceso al país de ese grupo de trabajo independiente. Además, la propia retórica de los actores del desgobierno, negando los hechos con simples descalificaciones, hace que sea perfectamente posible anticipar que nada pasará y nada se hará mientras ello esté en sus manos. De allí que con razón la opinión pública gire su mirada hacia la comunidad internacional como tabla de salvación para que lo hasta ahora reflejado en el demoledor informe conduzca en primer término a una investigación creíble, y luego a que se imparta justicia.
Es difícil esperar que una organización como la ONU, que es el producto de sumar las prácticas de todas las burocracias del planeta, sea ágil, y de allí que su propio secretario general, Antonio Guterres, hace ya un par de años enfatizara durante un debate sobre la denominada responsabilidad de proteger en el marco de la Asamblea General, que muy poco significa un gran principio, si el mismo no es aplicado cuando más importa. Por ello precisamente es que entonces la comunidad internacional tiene una gran responsabilidad sobre sus hombros y desde acá se espera no se defraude a Venezuela.
Por lo pronto, toca que cada quien siga haciendo su parte. La claridad de los hechos plasmados en el informe de la Comisión de la ONU no hubiese sido posible sin la valentía de las víctimas, familiares o relacionados que decidieron extender su testimonio; pero tampoco sin el trabajo sistemático, serio y loable de muchas organizaciones que han asumido la defensa de los derechos humanos en el país; ni mucho menos sin la participación de los ciudadanos decididos y resueltos a rescatar la libertad, que es precisamente la amenaza que el desgobierno ha enfrentado a cualquier costo, ejecutando atrocidades como las que revela el informe. No bajar la guardia ni reducir la marcha es la consigna y más aún la conducta que debemos seguir para conquistar la libertad que está a la vuelta de la esquina.
@castorgonzalez