Por alguna extraña razón, desde hace tiempo López Obrador se ha entercado en el asunto del fentanilo. Insiste, a partir del año pasado, que en México no se produce esta sustancia: solo pasa por territorio mexicano camino a Estados Unidos. Sus propios colaboradores, en la Sedena y otras dependencias, han reconocido que sí se “manufactura” el producto en México, a partir de los precursores químicos que provienen de Asia y en particular de China, pero él se empeña en negarlo. Huelga decir que el gobierno de Washington afirma, una y otra vez, que un porcentaje muy elevado -casi todo- del fentanilo que ingresa a Estados Unidos y que ha generado una verdadera hecatombe de fallecimientos por sobredosis en ese país, proviene de México.
En la reunión entre altos funcionarios de ambos países celebrada la semana pasada en México, se pudieron comprobar las dificultades que enfrentan las autoridades mexicanas para lidiar con esta obsesión medio inexplicable de su jefe. La secretaria de Seguridad Pública expuso en la conferencia de prensa con sus pares norteamericanos que no se produce fentanilo en México, después de que el fiscal estadunidense afirmara que sí. Ante la evidente discrepancia, y la complicación de sostener lo imposible, la secretaria de Relaciones dizque aclaró que lo que no existe en México son laboratorios de fentanilo “legales” en México (“no más faltaba”) pero que sí los hay clandestinos o ilegales. De nuevo, huelga decir que Washington le reclama a México la proliferación de centros de producción (laboratorios o “cocinas”, dijo la titular de SSP) ílicitos, no los autorizados para confeccionar un analgésico de gran potencia utilizado en cirugías complejas o enfermedades terminales.
Dejando a un lado por ahora los enormes retos generados por la ola migratoria para Biden y por tanto para López Obrador, la polémica por las drogas en general y el fentanilo en particular puso en evidencia las incongruencias de la posición mexicana. Como el mandatario mexicano nos ha acostumbrado a sus ocurrencias incomprensibles, y por otra parte no explica nunca casi nada, solo podemos especular sobre sus motivos para hundir en tanta confusión a sus colaboradores e interlocutores. Pero una posible explicación yace en lo siguiente.
En Estados Unidos, como ya se ha expuesto repetidamente en estas y otras páginas, aumenta la presión sobre el gobierno de Biden para que “haga algo” sobre el fentanilo y la “conexión mexicana”. El énfasis recae en impedir el acceso de los precursores vía puertos mexicanos, y en localizar y destruir los laboratorios (inexistentes, según AMLO; abundantes, según la Sedena y Estados Unidos). Para ambos frentes o tareas, es lógico suponer que Washington puede hacer, y pedir hacer, mucho más para “ayudar” a México. Por buenas y malas razones, López Obrador y las Fuerzas Armadas se oponen a esta hipótesis. Una manera de rechazarla consiste, de acuerdo con esta especulación, en negar la premisa: no se requiere mayor cooperación estadounidense para destruir laboratorios sencillamente porque no existen. No se necesitan efectivos de Homeland Security, o de la DEA, o de la Marina norteamericana en territorio y puertos mexicanos, porque o bien no tendría nada que hacer, o bien la Marina mexicana ya tiene perfectamente controlados los puertos. Conviene preguntarse si las Fuerzas Armadas mexicanas realmente desean que haya Marines, o agentes de DHS y de la DEA “embedded” en las filas mexicanas, viendo todo lo que sucede allí.
Como ocurrencia, no está mal. El fentanilo no se produce en México, y por ende no se justifica mayor injerencia de Washington para combatirlo. Como tesis, empieza a hacer agua. Y aquí una reflexión a toro pasado. El anterior canciller tragó multitudes de sapos (no de Sonora, aunque quién sabe) para quedar bien con su jefe y ser el candidato de Morena a la presidencia. Se quedó con los sapos en la panza, y sin candidatura. Aceptar las aberraciones superiores en ese cargo nunca ha sido una buena idea. Ni siquiera pelearlas, es peor. Se deja algo más que una candidatura: la congruencia.
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