Las dimensiones de la global crisis generada por la pandemia de COVID-19 ha hecho necesaria la búsqueda de mecanismos que simplifiquen los procesos de desarrollo y evaluación de la seguridad y eficacia de potenciales vacunas contra el coronavirus que la ocasiona a fin de contar con una a la mayor brevedad, pero lo cierto es que, en el mejor de los casos, esta anhelada vacuna estará disponible en el transcurso del próximo año; y digo «en el mejor de los casos» porque cabe la posibilidad de que las actuales candidatas acaben no resultando viables y se tenga que reiniciar el proceso para hallar y probar otras.
De ocurrir esto último, no sería la primera vez, y en la historia de prologados esfuerzos fallidos para hallar vacunas contra letales agentes virales hay casos emblemáticos, como, por ejemplo, el de los orientados a la erradicación del virus de inmunodeficiencia humana, aunque también es cierto que nunca se habían mancomunado tantos ni se habían puesto a disposición tal cantidad de recursos financieros, tecnológicos y de otra índole como los que se han sumado en esta lucha contra el nuevo coronavirus —lo que, sin embargo, no es en sí mismo una garantía de inmediato éxito—.
En todo caso, es absurdo suponer siquiera que los seis o siete mil millones de habitantes del planeta podrán permanecer aislados en sus hogares mientras la ciencia hace su «milagro», porque si el mundo no vuelve a girar pronto, así sea dentro de lo que ya muchos califican de nueva «normalidad», entonces el coronavirus será el menor de sus más graves problemas.
Quizás una sustancial parte de la población mundial no ha comprendido que el principal propósito del generalizado autoaislamiento por un prudencial tiempo, aparte de evitar una mayor propagación inicial de la COVID-19, es preparar a la población para el autocuidado en ese período de nueva «normalidad» cuya duración se desconoce, y ello, sin duda, ha sido aprovechado en naciones como Venezuela para no hacerlo y así poder controlar, a través de un paralizante temor, a sociedades que antes del surgimiento de tal enfermedad clamaban y luchaban por cambios capaces de conducir a sustantivas mejoras en sus condiciones de vida.
Las advertencias de la Organización Mundial de la Salud sobre los riesgos de una apresurada «desescalada» no implican en modo alguno oposición al levantamiento de las cuarentenas impuestas en numerosos lugares sino un llamado de atención para que esto se haga del modo más apropiado, esto es, desde una adecuada educación para el efectivo autocuidado —y cuidado de los demás— en un modificado contexto social, que es justo lo que no se está viendo en buena parte de los países y territorios del orbe, sobre todo en aquellos en los que a la enfermedad se añade la peste de la opresión totalitaria, como en el mencionado caso de Venezuela, o la aspiración a tiranizar, como en España —nación en la que, pese a ello, sí hay una exigencia colectiva de respeto a los derechos fundamentales que, esperemos, se traduzca en acciones que terminen frustrando los viles intentos de socavación de su aún fuerte pero amenazada democracia—.
En ese sentido, es imperativo que, por un lado, los comunicadores y otros actores con influencia comiencen a colaborar, esta vez de manera coordinada y con mayor sentido de responsabilidad y humildad para no perder de vista la evidencia científica, en esa urgente tarea educativa y, por otro, se comience a hacer presión social, donde todavía no se está haciendo, para que aquella nueva «normalidad» no se convierta en un indefinido encierro que solo favorezca a los promotores de proyectos dictatoriales.
En el caso específico de Venezuela, la vida de miles depende de ello, y si se pierden, la responsabilidad no será solo de la nomenklatura opresora sino de todos los que se crucen de brazos mientras ella antepone sus mezquinos intereses al bienestar de la población.
@MiguelCardozoM