En los momentos más oscuros de nuestras vidas siempre a lo lejos alguna luz comienza a chispear, a asomarse. La estoy viendo en la forma de una nueva escuela que resuma las mejores experiencias nuestras y las que hayamos podido conocer en algunas partes del mundo.
En principio aspiro a una escuela en una ciudad o pueblo cuya base de referencia institucional sea el municipio al que pertenece. Una escuela que esté conectada con el territorio del cual forma parte, con docentes, maestros, profesores vinculados al espacio donde está situada la escuela, que no sean sólo visitantes esporádicos y fugaces que ocupan espacios acatando una orden gubernamental, un personal para los cuales es un sacrificio ejercer el papel de maestro o enseñante en un lugar ajeno y desconocido.
Sería entonces por principio una escuela que pertenece a un municipio, a su gente y tradiciones, con maestros que tienen lazos umbilicales con el lugar y con los que enseñan, con sus tradiciones e historia particular. Acabar con la figura de un ministerio plenipotenciario, monstruoso, concentrado donde se decide lo que será la escuela, los maestros y la educación sin ningún nexo con las distintas realidades que lo circunda ni con la gente que aspira a aprender.
En segundo lugar, todos los niños y jóvenes que acuden a esta escuela deben tener los mismos derechos. Todos incluidos, sin importar que alguno sea hijo de un doctor y otro tenga un padre analfabeto, que en una vivienda exista una biblioteca y en otra ni siquiera entre el periódico del día.
La escuela está allí para lograr que todos estén incluidos. Para que la desigualdad que pueda reinar en los antecedentes no se materialice en el presente con la exclusión de algunos por sus disminuidas experiencias de vida.
Una manera de lograrlo es emprender el camino de la descentralización. Las escuelas no pueden depender de un coloso o Ministerio de Educación incapaz de reconocer la heterogeneidad cultural de la población infantil y juvenil que llega a las aulas. Un buen principio para comenzar la ansiada descentralización del país, es una redistribución del poder que comience con la educación.
En este campo una medida práctica es lograr que todos los que van a la escuela lleguen por los mismos medios, a la misma hora al plantel escolar, como ocurre en algunos lugares del mundo. Replicar en nuestro territorio el milagro de reunir niños de hogares pobres con otros de mayores recursos, sentarlos en el mismo transporte y lograr que entren juntos a su nueva escuela.
El segundo paso, al llegar, en su primera hora escolar es sentarlos a comer los mismos alimentos para todos. No habrá manjares para los más ricos y mendrugos para los más pobres. Todos iguales, una clave para su aceptación del otro, el que parece ser distinto pero que es igualmente un humano.
El tercer paso es el encuentro con el maestro, un ser que debe estar preparado para iniciar la aventura del conocimiento de personas con miradas y experiencias muy distintas. Esta posibilidad requiere que nos enfrentemos de nuevo a la necesidad de formar nuevos maestros, personas con conciencia abierta, humanistas, científicos e historiadores que convivan en el ámbito municipal. Conocedores de sus tradiciones y costumbres. Este planteamiento conlleva la necesidad de convertir la formación docente en un nuevo espectro, no basta saber algunas cosas, ni tener conocimientos científicos, el nuevo maestro es un pedagogo de la vida, puede oír a un niño, a un joven y acordar un plan para resolver sus inquietudes.
Es urgente por tanto que si soñamos con la nueva escuela que también pensemos en los maestros, esos seres que hoy se baten frente a la indigencia, la mezquindad de los que mandan, el olvido de los que gobiernan, negándoles hasta la posibilidad de alimentarse y mucho menos de sumergirse en el universo de posibilidades que existen hoy para aprender.
Es urgente entonces no solo responder a los reclamos de los maestros sino también abrirles las puertas de lo que ocurre hoy en el mundo, conectarlos con los avances de la ciencia, pero también con la dimensión humana que conlleva el ser maestro.
Nuestros maestros deben ser ciudadanos de primera, no se les puede escatimar en sus demandas porque eso es restarle posibilidades y oportunidades a quienes dependen de ellos para la formación, aprendizaje y el desarrollo de capacidades para lograr hacer y ser las mejores personas.
La verdadera revolución que estamos obligados a hacer es la nueva escuela como ventana de oportunidades. La nueva escuela pedagógica para formar maestros de esta época de la humanidad, donde las fronteras comiencen a unir y no a separar grupos humanos.
La nueva escuela es la clave para una sociedad distinta, con ojos abiertos para percibir la infinitud del universo y el futuro siempre como una posibilidad y no como un karma fatalista.
Con humildad debemos voltear la mirada hacia aquellas sociedades que han logrado que sus escuelas sean la base para la formación de personas portadoras de valores, con respeto hacia el otro, responsables con sus obligaciones y llenos de confianza en los frutos de una convivencia sana y retadora como horizonte de futuro.
Creo que tenemos el derecho y la obligación de luchar por una nueva escuela, por sus maestros como seres cargados de posibilidades, incluyéndolos a todos, fieles solo a sus valores trascendentes.
El gran reto es aprender de las sociedades que han logrado forjar las mejores personas, con los mejores maestros como pasaporte para construir un mundo de posibilidades que tenemos por delante en todos los planos.
Hay que diseñar un camino de cambio, superar la concentración de poder como base del régimen educativo. Trazar un plan que permita a nuestros 335 Municipios acoger y convertirse en una base sana, capaz de albergar las mejores escuelas, pensar en un nuevo esquema legal para la educación que transfiera el poder a los municipios y que las una sólo en torno a los valores fundamentales, la libertad, la responsabilidad y confianza en que el mejor camino es aquel que incluye a todos y no el que separa y excluye aun reconociendo la particularidad de cada ser humano.
Una gran tarea, edificar las nuevas escuelas, dignificar a los maestros como el sujeto que tiene la posibilidad de conectar a nuestra infancia, juventud, familias y municipios con el universo, un maestro que eduque por lo que es como persona y no solo por cumplir objetivos programáticos fríos. Un maestro que entusiasme y no frustre. “Un maestro que sepa lo que sus alumnos no saben”, como decía Daniel Bell. Maestros que ayuden a los que aprenden a vislumbrar cuáles son las mejores posibilidades de sí mismos, sin complejos ni egolatría.
Al final, aceptar que en una sociedad el maestro educa a través de los ejemplos que consideran valiosos.
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