Andaba la cosa política un tanto liada, como viene sucediendo desde hace demasiado tiempo, cuando a P.S. le dio por desaparecer. Llegaba la hora de reflexionar, no por cuestiones arduas y decisivas de la situación nacional e internacional, a las que había dedicado enormes esfuerzos, con clamorosos triunfos, sino por sus asuntos domésticos. Cinco días estuvo ausente por ignotos lugares. No tenemos noticia exacta de lo ocurrido con sus cuitas matrimoniales en tan duras jornadas. Fernando VII, en parecida tesitura, proclamó a su señora como modelo de esposas y de reinas; eran los últimos días de 1832 y primeros de 1833.
Sabemos, eso sí, que en los días del retiro presidencial se cocinaban las elecciones en Cataluña, donde se aprobaron, casualmente, los presupuestos municipales de Barcelona, de forma poco habitual. A estas alturas ignoramos cómo le irá a P.S. en la cuestión catalana, pero suponemos que además de intentar asegurarse su futuro, le encantaría hacerse «un collboni», aprovechando alguno de los pactos para arreglar la situación en el Principado. Reaparecido en medio del aplauso, bastante limitado de los suyos, y el estupor general, anunció el comienzo de una campaña de regeneración de la política que, de momento, ahí queda. Como medidas claves, para alcanzar sus objetivos, vertió algunas amenazas sobre los que le persiguen con sus críticas, injustas por supuesto. Vino a decir, como recomendaba Chesterton, que el periodismo debería circunscribirse a cantar las alabanzas del presidente, y a anunciar que lord Jones ha muerto, a gente que no sabía que lord Jones estaba vivo.
Llegan hasta hoy no pocos ecos «fernandinos», de tan gloriosos fastos. Sobre todo un afán reiterado y manifiesto de reducir la Constitución a casi nada, lo que correspondería a la «democracia popular», predicada desde sectores de ultraizquierda. Aunque lo más llamativo haya sido la constatación del enorme avance de la libertad alcanzada en términos «progresistas». En apenas doscientos años, día por día, hemos pasado del ¡vivan las caenas! al sometimiento, igualmente entusiasmado, al «puto jefe». Este avance, expuesto de tan finas maneras, figura en el haber de un ministro del gobierno español de 2014, aunque se corresponda más con 1814.
Cambiamos poco y a peor. Eso sí, tantas veces como se presenta un enésimo episodio esperpéntico, en el horizonte de la vida pública en España, o sea prácticamente a diario, otras tantas se repite la tesis, con pretensiones explicativas, según la cual somos el país con más tontos del mundo, por unidad de superficie. No es fácil comprobarlo. Además tampoco parece suficientemente justificativa del éxito nacional, en cuanto a la producción de sujetos poco inteligentes. Lo mismo cabría decir de ese sector en términos cualitativos. Tal vez habría que ponderar otros aspectos específicos, relacionados con nuestra notoriedad en ese dominio.
Podría ser que la hegemonía del imbécil, al Sur de los Pirineos, se asiente en la discriminación positiva a la que se ve sometido. No se trata de la simple tolerancia, sino de un superior aprecio y estimación, que se concreta en facilitar su ascenso a cargos importantes. En el ámbito de la política se manifiesta este fenómeno con mayor intensidad. Sin embargo actúa simultáneamente, como abono para mejorar los resultados, el hecho de que una parte de los que se autoexcluyen, o nos autoexcluimos del club de los merluzos, nos comportamos como tales. Así un sujeto, con características de estúpido de manual, es considerado un notable espécimen en su género; al día siguiente se duda de ello, y, sin tardar, se llega a considerarle una subespecie de genio disimulado. Con tales ayudas el bobo de toda la vida recibe una estimulante consideración positiva.
¿Cuál será la próxima ocurrencia del secretario general del PSOE? Vimos, hace tiempo, que maese Pedro tenía un mono de raras habilidades, ahora es dueño de otro animal de compañía, que se muestra muy contento de estar a su servicio. Un día, a mayor gloria del amo, pone en graves apuros el servicio ferroviario de cualquier punto de España. Otro, transformado en diplomático, sin el menor atisbo de diplomacia, ataca por sorpresa al presidente de Argentina y al darse cuenta del efecto de sus monadas confiesa que, de haber sabido las consecuencias, no lo hubiera hecho. ¡Menos mal!
Sin embargo, nuestro fino ministro no es el único cuyas demostradas virtudes y grandes méritos hacen temer nuevos episodios de un gobierno decidido a asombrar al mundo. P.S. es un pesimista camuflado, que sólo cree en sí mismo, aunque, de vez en cuando para reafirmarse en esa creencia, se retira a ignotos desiertos, a reflexionar. Si entre los propósitos de la regeneración pendiente se encuentra el de normalizar la vida institucional, le queda por delante una ímproba tarea, para que España sea vista como un país al nivel de su Historia.
Artículo publicado en el diario La Razón de España