El título no me pertenece, es de Francisco. Mejor aún, del cardenal Bergoglio entonces arzobispo de Buenos Aires, quien me lo obsequia al editarlo, en 2005, atrapándome con una idea seminal. Defiende “las raíces constitutivas” de lo nacional, tan prosternadas por el globalismo en curso y su “corrección política”. En modo alguno plantea el encierro, sino el reconocimiento por toda comunidad de sus legítimos valores fundamentes. Considera de imprescindible “emprender una tarea de reconstrucción”. Se la pide a los argentinos. Y les advierte sobre la importancia de superar la “experiencia de la orfandad”, de la discontinuidad histórica por “déficit de memoria”. El desarraigo y la “caída de las certezas” tienen en estas, según él, su origen.
Acaso mirando con Zygmunt Bauman la liquidez cultural de Occidente y el desmoronamiento de los sólidos culturales hace suya la advertencia de Juan Pablo II: “El riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético”. En otras palabras, la globalización mal entendida “nos quita lo propio” y nos vuelve objetos de recambio dentro de sus autopistas.
Al preguntarles a sus compatriotas qué es lo que le vincula, lo liga a otras personas en un lugar determinado, hasta el punto de compartir un mismo destino, responde: “Ser un pueblo supone, ante todo, una actitud ética que brota de la libertad”. “Esa realidad somos nosotros como nación en movimiento, como obra colectiva en permanente construcción, e incluye tanto la dimensión espacial como temporal, el lugar y el tiempo [el aquí y el ahora] donde nuestra historia se encarna”.
Ante la crisis corriente que a todos envuelve, la cuestión ética, como la vuelta a las raíces, implica o supone para Bergoglio, antes de ser elegido Papa – “volver a referirse a los valores humanos, universales”; esos que van madurando con “el crecimiento personal” entre “individuos libres, como lo propone la tradición democrática.
He releído este lúcido texto en búsqueda de un asidero que nos permita clarificar bien la propuesta que el 23 de junio reciente nos hace a los venezolanos la Conferencia Episcopal: “Los oscuros nubarrones que se ciernen sobre el país… plantean la urgente necesidad de refundar la Nación”.
Plantea aquella lo imposible, pero que es necesario, pues exige caminar a contracorriente de las realidades que propulsan y mineralizan la tercera y cuarta revoluciones industriales, la “realidad” digital y la inteligencia artificial; esas que, con sus similares certezas matemáticas, ajenas al yerro de lo humano y a la racionalidad moral, intentan matizar las leyes evolutivas de la Naturaleza.
La “transición verde”, en efecto, espera que la Humanidad ceda ante el cosmos después del encierro por la pandemia y para que se metabolice dentro de este. Tierra somos y tierra nos volvemos sin alma que prepondere, sostienen los panteístas y asímismo los marxistas.
La tesis vaticana de 21 de diciembre de 2019 apunta a la ruptura de la relación del tiempo con el espacio; cree muertas las raíces y pide nos preparemos para los desafíos del mundo digital, del “capitalismo de vigilancia” como su consecuencia: “Nosotros debemos iniciar procesos, no ocupar espacios”; no estamos viviendo una época de cambios, sino un cambio de época; “es necesaria una nueva evangelización o reevangelización”; no estamos más en la cristiandad… hoy no somos los únicos, … ni los primeros, ni los más escuchados”; en fin, “ya no se trata solamente de usar instrumentos de comunicación, sino de vivir en una cultura ampliamente digitalizada”, refiere el discurso del sucesor de Pedro.
Que los venezolanos aspiremos a reconstruir la Nación es imprescindible. Sin nación mal puede existir la república, la vida política, la del ciudadano; a menos que sea, como ya ocurre, una caricatura o mal remedo, un ejercicio vano y banal para distraer a los que han perdido el sentido existencial de la patria. Lo que no es nuevo. Tanto perdimos la memoria que la gesta de Emancipación en 1810 y la de nuestra reconstitución como nación y como Confederación en 1811, obras de nuestra Ilustración fundadora, se encuentra en manos de los hombres de cuartel y sus corrientes marchantes de Los Próceres desde 1812.
Las raíces civiles y de civilidad que nos dieran talante como Nación son huellas extraviadas. La polilla militar se encargó de maldecir las crónicas de nuestra Primera República, cuando éramos y nos considerábamos ya constituidos desde antes, y como Nación, pero reunidos en lo adelante y desde la Independencia para protegernos de los invasores extranjeros.
Sosteníamos el deber de la rendición de las cuentas públicas; defendíamos la democracia constitucional y la representación popular; abogábamos por la primacía de los derechos del hombre; proscribimos las torturas y la infamia trascendente, aceptando los indultos; sostuvimos lo sagrado del control democrático de la opinión pública: “Todos somos hombres, y yo mismo ignoro aún, si estoy calculado para ser un tirano, luego que me falte el freno de la censura pública”, declaraba José de Sata y Bussy, peruano egresado de la Universidad de Caracas, ante el aplauso emocionado de Francisco de Miranda.
Desde Cartagena dirá Simón Bolívar que sin persuadirnos de estar impreparados para la libertad apenas forjábamos repúblicas aéreas. Desde esa hora hasta ahora se nos considera expósitos sin historia, sujetos a la tutela del gendarme de turno que nos mira como “su” nación, como la obra inacabada de sus delirios.
Nuestra nación, que nace y se considera soberana desde su aurora, hace suya la base cultural judeocristiana, y se organiza para “la procura de bien general” y “la conservación de la religión de los mayores”. Era un honor, más que un deber. Sus hombres de pensamiento preferían leer a Juan Botero, pensador enemigo de Maquiavelo, al caso, como papa Francisco, miembro de la Compañía de Jesús.
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