Para aclararme por qué Jacinta Ardern, la jefa de gobierno de Nueva Zelanda desde 2017, renunció de modo voluntario al cargo, recurro a una razón simple: ella no está en el nocivo club de los “hombres fuertes” que gobiernan con mano dura y a los que tener poder no fatiga, lo que los abruma es no tenerlo. Me pregunto cuántos no rumiarán su desacuerdo con Ardern, que habiendo subido a lo más alto del podio donde se toman las decisiones, no le costó trabajo bajarse.
En la historia del siglo pasado y lo que va de éste, no son pocos los ejemplos de “hombres fuertes” que salieron a la cancha del poder a rendir lo máximo, no cedieron el mando ni siquiera ante la evidencia de su declive físico. Francisco Franco dos días después de sufrir un infarto asistió al consejo de ministros, dos semanas más tarde recibió la extremaunción. Abdelaziz Buteflika en las elecciones de 2014, en las que optaba por su cuarto mandato, no pudo dar un mitin y de hecho no hizo proselitismo afectado por un ictus; en 2019 volvió a presentarse a la reelección y esa vez un hilo de voz apenas entendible, una mirada perdida, un desaparecer de la vista pública hizo evidente el deterioro de su salud.
Hugo Chávez era un paciente de cáncer en fase terminal que en los comicios de 2012 recorrió el país como candidato y que bajo un aguacero torrencial dio su discurso de cierre de campaña, lo que quedó como la secuencia final de quien subió al patíbulo. Joaquín Balaguer, privado por completo de la vista, fue presidente de la República Dominicana (“gobernó de oído”, dijo de modo travieso pero certero José Ignacio Cabrujas) y se postuló por novena vez a las elecciones del 2000 teniendo 94 años.
Hay gobernantes latinoamericanos que fueron casi eternos en el mando, Fidel Castro estableció la marca máxima, no llegó al medio siglo gobernando por escasos nueve meses y cuando renunció al cargo de primer ministro era el poder real detrás del trono, hasta que falleció nonagenario; Alfredo Stroessner permaneció en la silla presidencial 35 años, Rafael Leónidas Trujillo y Porfirio Díaz 5 años menos que él.
Por esas circunstancias caprichosas que ocurren en la política, cuando Ardern dimitió Daniel Ortega se juramentó como jefe de gobierno, al finalizar ese quinto mandato será otro sempiterno caudillo latinoamericano que arriba al plazo nefasto de estar tres décadas en la presidencia. A Ortega no lo cansa el poder; en cambio, a Ardern no le interesa ser la dirigente irremplazable y la figura estelar de la política neozelandesa.
Ahora mismo en Latinoamérica y en países del mundo cuando la democracia está acosada por regímenes tiránicos, autoritarios, personalistas y la han vulnerado presidentes electos, Ardern trae en el rostro la marca mensajera de los nuevos líderes que no se atornillan en el cargo.
Hay políticos que tienen la cualidad de saber cuándo es el momento de alejarse del poder y dar el paso de abrir caminos al relevo, en ese instante su oficio de dirigir se torna en algo extraordinariamente más efectivo para bien de los ciudadanos. Se diría que es un don. Será que Jacinta Ardern lo tiene.