OPINIÓN

La muerte de la descentralización 

por César Pérez Vivas César Pérez Vivas

La descentralización es una forma de gobierno donde se les otorga competencias y autonomías a las comunidades locales, los municipios y las regiones. Su existencia tiene una estrecha relación con la vigencia de una democracia. Las dictaduras por el contrario son centralistas. Todo el poder debe ser controlado desde el epicentro del mismo para que nada se haga sin el consentimiento de quien lo detenta.

En las dos últimas décadas del siglo XX, luego de un intenso debate y de una decidida lucha de las regiones, la democracia venezolana abrió un importante proceso de descentralización del poder político. Se estableció la elección popular de los gobernadores y alcaldes y se diseñó un sistema de competencias,  que les permitieran impulsar el desarrollo local y regional.

En esos años de la década de los ochenta en adelante la cultura de la descentralización impregnó el debate político. En cada región, en cada municipio, el liderazgo se esmeraba en defender su derecho a definir y gestionar su propio destino. Las universidades, los partidos políticos, los medios de comunicación, los centros de pensamiento dedicaban espacios importantes para la reflexión sobre la ingeniería institucional de un nuevo modelo de estado federal. El diseño del modelo de estado y municipio, sus fuentes de financiamiento, competencias, mecanismos de coordinación entre el estado nacional y sus regiones y municipios, así como el derecho de cada comunidad local a elegir a sus representantes.

Como en todos estos procesos, tanto en Europa como en América, se presentaba un constante debate respecto del alcance de dicho proceso, la naturaleza de las competencias que corresponden a cada nivel del poder público y sobre todo el acceso a los recursos financieros que permitieran el pleno desempeño de los entes regionales y locales. En nuestro país igualmente se ha producido esa discusión. Desde los maximalistas que propugnaban por la existencia de 23 feudos, donde nadie podía osar intervenir en ningún área de la vida social y política, hasta los centralistas que consideraban la descentralización un atentado a la unidad nacional.

Bien decía santo Tomás en el centro está la virtud. Ninguno de los extremos es sano. El centralismo constituye una aberración paralizante y castrante de la vida social en cada ciudad y región de una nación. Un insulto a la inteligencia y capacidad creadora de los hombres y mujeres que habitan la diversidad geográfica.

Un federalismo disolvente, cuasi separatista, también es perjudicial a la vida del país. Se impone una anarquía donde cada región desconoce el sentido de nación y de país, generando pérdidas significativas por los elevados costos que representan las políticas paralelas y aisladas.

Se impone entonces un equilibrio entre el centro del poder nacional, las regiones y los municipios. Un modelo de gestión de los asuntos públicos que cuidando la integralidad del estado nacional, el diseño y ejecución de políticas públicas con sentido de conjunto, permitan el desarrollo  regional y local.

La cultura de la descentralización, de la responsabilidad y capacidad para la gestión local y regional se expandió en los círculos políticos y académicos del país. Los diversos actores de la vida social tenían conciencia de esa responsabilidad.

La llegada al poder de la mal denominada revolución bolivariana significó un salto al pasado. Resurgieron los males atávicos de muestra sociedad.  La irrupción del caudillismo militarista encarnado por el extinto comandante Chávez, su vocación totalizante del poder condujo a un proceso de recentralización, hasta el punto de haber vaciado de competencias y recursos a los estados y municipios.

Se giró a un modelo de estado donde toda actividad de la administración debe gestionarse desde el poder nacional y más concretamente del despacho presidencial. Se impulsó un culto e idolatría a la personalidad del jefe del Estado, como no se apreciaba desde los tiempos de inicios del siglo XX. Retrocedimos un siglo en términos de compresión y valoración de la función pública.

El chavismo liquidó la descentralización. El daño no solo ha estado en el campo institucional o en el de la calidad de la gestión de los asuntos públicos, sino que ha significado un cambio cultural apreciable en el comportamiento de los ciudadanos y de los agentes políticos.

En efecto se ha reinstalado una aberrante cultura centralista en el conjunto de la sociedad que ha tocado muy severamente a los sectores democráticos. Estos han asumido igualmente un sorprendente comportamiento centralista y autoritario. Resulta decepcionante apreciar ese comportamiento en el manejo de los partidos políticos y en la selección de la plataforma a presentar para la elección del 21N. Y lo más grave es la aceptación acrítica y sumisa de ese comportamiento por parte de los liderazgos locales y regionales que han carecido de firmeza para rechazar  los comportamientos, muchas veces absurdos, con los cuales se han definido las plataformas a presentar en el próximo proceso electoral.

La conducción nacional no puede estar definiendo quien es o no gobernador, alcalde, concejal o legislador estadal. Lo sensato es definir las reglas a través de las cuales los ciudadanos pueden seleccionar sus candidatos en cada municipio y en cada estado. Que el chavismo liquide la descentralización no ha de extrañarnos. Su naturaleza antidemocrática los conduce a ese comportamiento. Pero que la conducción de la alternativa democrática asuma un comportamiento centralista y antidemocrático debe llamarnos a la reflexión y a la rectificación.