James Bond muere lenta y románticamente en No time to die, el filme más autoral y ambicioso de la saga del agente 007 desde la fundación de la franquicia, por su duración épica y su visión madura del género.
Con la nueva película de la franquicia, Cary Joji Fukunaga ha elaborado una tragedia, un drama coral y corporal, a la altura de cualquier largometraje crepuscular del nuevo Hollywood, rodando el equivalente a una Apocalipsis Now para la guerra de Vietnam, una 2001 para la ciencia ficción.
Es como si Stanley Kubrick hubiese hecho una secuela de la serie Bond, con el interés de llevarla a su cúspide autoral, marcando un punto de inflexión, al cerrar un ciclo creativo y dar inicio a una nueva era, si es posible.
Una especie de What if… que ha recibido el respaldo de la crítica.
Tomará tiempo igualar el esfuerzo técnico y conceptual de No time to die, empezando por su ejercicio de estilo, inspirado en las abstracciones del mago de suspenso y en los delirios formalistas de Brian De Palma en Misión Imposible.
Entre los innumerables aciertos de la producción, cabe destacar la sección de créditos con la canción de Billie Eilish, quien con su voz melancólica y nostálgica, anuncia el tono de réquiem dominante durante la función.
Una misa fúnebre acompañada por un diseño cinético de siluetas y sombras chinescas, cuyas imágenes barrocas introducen a una ópera del romance, la locura, el dolor y el sacrificio, a la manera existencial de Hamlet y del amor imposible de Romeo y Julieta.
No en balde, James sufrirá un envenenamiento letal, de manos de un villano que se presenta como el doble monstruoso de Bond, en uno de los tantos juegos de espejos de la obra.
Otro ocurre en el momento de reencontrarse con Christoph Waltz, cuando apresado e inmovilizado como un Hanibal Lecter, le habla a James de los planes de Spectre y de la incapacidad de contener a la ola de terror que ha desatado, cual Guasón en la ciudad gótica de El Caballero Oscuro.
En vez de filmar el diálogo con el habitual plano y contraplano, el director dosifica la información, a través de una mécanica artesanal que potencia la intriga con los misterios y los mensajes subliminales de una cámara expresionista de reflejos.
El retrato multidimensional del personaje se cierra con sus secundarios, pero especialmente con la contribución de tres mujeres poderosas, cortesía de la guionista Phoebe Waller Bridge, la escritora y protagonista de Fleabag.
Ella le imprime una influencia femenina al relato tradicional del hombre herido, del Cry Macho, humanizándolo en el contacto con la espía que finalmente lo amó por siempre y le brindó el milagro de descubrir la paternidad.
Nunca Bond había cedido al compromiso, siendo un Casanova inmortal y un Don Juan con síndrome de Peter Pan.
La era Craig ha decidido concluir con la etapa de picaflor, de conquistador global del antihéroe, enfrentándolo al reto y al dilema de cambiar el sexo fácil por el arrebato del amor loco, de un amor suicida que supone un auténtico compromiso con la vida de los demás, de su familia y de su hija.
Nunca imaginamos a un Bond tan sentimental, tan de espíritu literario de una novela de corazones a punto de quebrarse y romperse.
Vean la increíble secuencia del automóvil que recibe impactos por minutos, con Bond y su pareja resguardados por una fina capa de un vidrio blindado. Estamos con ellos dentro del carro, sintiendo su crisis, asumiendo su destino, esperando por una respuesta.
In extremis, James consigue una salida, como dice la crítica Malena Ferrer, porque fue ensamblado para responder como un bólido aceitado, como una máquina de destrucción masiva que dispara metralla contra los malos, a fin de deshacer los entuertos de la seguridad internacional.
Pero el robot Bond ya no es el mismo que antes. Su visión desentacada, su experiencia en el terreno, lo han convertido en un mercenario que solo desea un retiro digno con los suyos.
En parte lo tiene al principio de la faena, donde lo disfrutamos en una viñeta jamaiquina, a la usanza de un Ian Fleming que goza de las mieles de una jubilación en una isla de la fantasía etnocéntrica y neocolonial. De las pocas concesiones con los textos originales en la adaptación, que los puristas refutarán y los heterodoxos comprenderán como una natural evolución en los tiempos de James Bond en el milenio.
Por algo, en la propia Jamaica, Bond conoce a otra de sus homologas, una agente 007 a la que ya no podrá llevar a la cama, sino que tendrá que reconocer su trabajo en la agencia, producto quizás de la progresiva extinción de la estrella del viejo James.
Por último, Ana de Armas vendrá a inyectarle sangre fresca, en una danza coreográfica que alberga uno de los instantes más felices y logrados en No time to die. Los dos contagian de una química llena de gracia y respeto por las artes marciales y pirotécnicas de la primera fase de la saga Bond, desarmando juntos un complot en una Cuba visiblemente decadente que se ha transformado en un santuario del terrorismo, en una base de operaciones para los experimentos maltusianos de Spectre.
A propósito, un virus corre por el planeta, sembrando un pánico y una paranoia que respiramos por culpa del coronavirus.
Al respecto, No time to die ofrece una lectura conspirativa, que algunos interpretarán como una indirecta a la implantación corporativa de un virus fabricado en un laboratorio postcomunista.
Mueve a la discusión la actuación manierista y Mister Robot de Rami Malek. Jamás superará al Javier Bardem de la fase Craig, el mejor villano junto con Waltz, pero considero que es un personaje atractivamente freak, que despertaría la simpatía por el diablo de Ian Fleming.
Lanza su típico discurso de revelación, una parada obligatoria devenida en tópico, con una solemnidad que se quiere del método de Brando y Jared Letto, en una propuesta mainstream como Bond.
Es el tick y la mochila que carga un actor con un Oscar. Usted véalo y decida si le gusta o no. Tema de debate.
Donde la trama se empareja y no deja lugar a las dudas, es hacia el desenlace.
Antes, existe un pequeño bajón de trámites efectistas y burocráticos, que representan la principal caída en la calidad.
Después, hay consenso alrededor de una conclusión poética, que clausura la tragedia con aroma de infección y humo de bombas paradójicamente inteligentes.
¿Quién mató a Bond? ¿Fue el amor, el sacrificio por su familia o por la reina, el entender que su tiempo culminó y que ya no hay espacio para otro como él en el mundo de las nuevas inclusiones y urgencias políticas?
¿Lo enterraron los aliados y los daños colaterales de los problemas no resueltos de la globalización? ¿Es consecuencia de la venganza y de la cruzada de civilizaciones de los grupos irregulares que surgieron a raíz de la descolonización y la guerra fría?
Bond ha fallecido como un Superman en la DC, a merced de la conjura y en pro de sostener a un mundo más pacífico y justo, en teoría.
Sin embargo, la estabilidad tiene un precio. El futuro de la saga parece todo de las mujeres, que revelan un cambio de perspectiva. Estamos por ver qué surgirá de ahí en la franquicia.
Por lo pronto, que en paz descanse nuestro ídolo que se lleva consigo a la memoria de la saga, a Sean Connery, a Roger Moore, a Pierce Brosnan, y a los que parodiaron como Austin Powers, pues el estereotipo lleva años padeciendo de una muerte lenta.
Daniel Craig lo ha resucitado en su Last Dance, rindiendo tributo al legado de un cine que no sabemos si tendrá cabida en el futuro.
Un cine que Cary Fukunaga ha honrado con formato panorámico, disponible en IMAX, para declarar su amor por el cine, tal como lo conocimos.
El tiempo dirá si fue la última película de Bond que disfrutamos en una sala como antes.
O si por el contrario, cosa que anhelo, el sacrificio haya valido la pena para reposicionar a Bond y al espectáculo cinematográfico.
Hoy los dos son sinónimos en una película funeral, como Avengers Endgame.
Ojalá volvamos a vernos en la cartelera, Mister Bond!
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