En el curso de la «Década de los Años 80/XX», el poeta y profesor norteamericano https://wp.nyu.edu/cwskjcc/autores/jose-kozer/ [adscrito al Queens College de Nueva York, 1967-1997) me envió una misiva con un interesante petitorio:
-Albert, amigo –formuló-: para que yo ascienda a «Profesor Titular», debe algún crítico-comentarista literario extranjero escribir y publicar un texto sobre mi obra poética. En un diario de circulación nacional de su país […] ¿Podrías ayudarme haciéndolo? En los ambientes académicos de Estados Unidos es normal que solicitemos esa clase de apoyo.
-Estará hecho en pocas semanas –le respondí al amigo.
No lo defraudé y le subieron el sueldo a 12.000 dólares mensuales, me informó luego de pocos meses.
Durante aquellos tiempos, yo solía meditar respecto a las causas por las cuales hay tanta mezquindad entre poetas y escritores venezolanos. Es frecuente que, «henchido» y con «lenguaje corporal» evasivo, un hacedor interactúe: es gallo y exhibe su «plumaje varón», o gallina y está persuadida de «cacarear» más lindo que las demás poetisas. Pareciera que todos exigiésemos ser percibidos como insustituibles, «clase aparte» al estilo slogan de una marca de cigarrillos. En cambio, cada vez que dialogas con argentinos, mexicanos, colombianos, peruanos o norteamericanos te hablan de sus paisanos intelectuales con orgullo: te proponen que los leas.
En Venezuela, si presentabas un proyecto de publicación y [antes de que sea examinado] captarías expresiones casi de enojo en quienes tenían la atribución de recibirlo. Las revistas literarias irrumpían proporcionalmente a tu gallardía o determinación de solicitar -«sin fines de lucro»- apoyos institucionales. La persistencia debía ser formidable. Así nació Aleph universitaria, hoy extinta.
Recibí el apoyo incondicional de hombres con estatura intelectual y amor por la cultura, cierto: como Eleazar Ontiveros Paolini [quien fue un magnífico Director de Cultura en la Universidad de Los Andes, actual director de la «Academia de Mérida»] y un gobernador del Estado Mérida: Jesús Rondón Nucete. También me apoyó Eduardo José Zuleta.
Aleph universitaria tuvo adherentes venezolanos y extranjeros, entre ellos el argentino Mempo Giardinelli [Premio de Novela Rómulo Gallegos] y José Kozer. Promocioné escritoras y autores nacionales. Citaré varios: Marisol Marrero, Teódulo López Meléndez, Ricardo Gil Otaiza, Carlos Danéz, Eduardo Liendo, Gabriel Jiménez Emán, Lidia Esther Salas Rincón, Jesús Serra, Juan Liscano, José Ramón Medina […] Varios, entre los mencionados, merecieron portadas.
Pero, pese a su indiscutible buena reputación, mi revista tenía imponderables enemigos que irrumpieron de súbito: como quien me obligó suspenderla, Rafael Cartay [durante aquellos aciagos tiempos designado director de Cultura de la Universidad de los Andes]. Apenas asumió funciones, me convocó reunirme con él en su despacho para transmitirme lo siguiente:
-Albert, lamento decirte que habrá cambios en mi «gestión cultural»-. Si quieres que tu revista Aleph universitaria continúe, tendrás que buscar pautas publicitarias. Solicita apoyo financiero a gerentes de bancos y empresas privadas. La Universidad de los Andes quitará el presupuesto que tiene esa revista […]
-No será por falta de dinero, Rafael –discerní, mirándolo fijamente-. La Ley de Universidades establece que nuestras instituciones deben invertir porcentajes de sus presupuestos en actividades culturales.
Mi revista comenzó su «agonía» a partir de esa infausta reunión de sólo dos escritores, uno de los cuales [yo] respetaba al otro convertido en verdugo. Él viajó mucho, conoció, por ejemplo, Madagascar: donde fue picado por una pulga que le transmitió una rara enfermedad. Su nueva gestión cultural satisfaría «goces personales». Su poder académico-administrativo fue efímero, mi revista todavía recordada.
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