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La muerte como espectáculo

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Foto: Chip Somodevilla / AFP

«Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere —si tiene tiempo de darse cuenta— les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa». Esta reflexión asentó en el hechizante inicio de su novela Mañana en la batalla piensa en mí —«decididamente el libro más hermoso compuesto por un autor contemporáneo», a juicio del crítico italiano Pietro Citati— Javier Marías, acaso el más notable de los escritores españoles de los últimos 50 años, a quien la parca visitó el 11 de setiembre, 3 días después de pasar la última página del libro de vida de la (a ojos de mi generación) perpetua reina de Inglaterra. Ciertamente, malgré su avanzadísima edad, solo en las casas de apuestas aventuraban envites a su partida. No era un jarrón chino sino arte y parte esencial de la identidad de su nación, y referente obligado de quienes nacieron al término de la Segunda Guerra Mundial. Su defunción, el pasado 8 de setiembre, fue y sigue siendo una de las noticias más divulgadas y comentadas de este 2022 anno Domini, solo comparable en glosa y difusión a la invasión rusa a Ucrania, ordenada por Vladimir Putin alegando, en calidad de casus belli, la necesidad de «desmilitarizar y desnazificar» al país vecino.

Ante el aluvión informativo derivado del barroco y riguroso protocolo inherente a la inhumación de la longeva residente de Buckingham Palace, piensa uno en las pompas y circunstancias del me voy con Dios  de  la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, quien «vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes de setiembre»,  y cuyas exequias engalanó un innominado Sumo Pontífice; o, entre nosotros, en la  macabra  misa negra oficiada en patética procesión de un féretro sellado a cal y canto, donde supuestamente yacían, por los siglos de los siglos, amén, los restos mortales del có(s)mico comandante eterno; procesión humedecida con ingesta subrepticia de lava gallo y las lágrimas de una legión de cocodrilos profesionales y el lloriqueo desentonado de un coro de plañideras aficionadas —«comenzó la campaña electoral con memorable entierro», tuiteó en aquellos días de lamentaciones y proselitismo a costa del muerto un perspicaz observador del show televisado en cadena nacional—. Al santón del cuartel de la montaña lo vivifican a cada rato con la respiración artificial de la propaganda goebbeliana, ¡Chávez vive, viva Chávez!, y procuran fatuamente eternizarlo en una vigilante mirada panóptica de Big Brother en alto contraste.  Nada de raro tiene este enfermizo culto a los muertos en una nación donde cadáveres insepultos bartolean tal Pedro por su casa sin ser Pedro. En vida, el mediocre paracaidista, ungido presidente gracias a las vanas expectativas de redención de un pueblo marginado y desamparado, hoy, como ayer, en la inopia, y, para su perplejidad, sádicamente culpabilizado de pretéritas traiciones, y vanaglorias forjadas en la mente desquiciada del falso mesías; a este, empero, no lo mató la intoxicación de pasado inexistente: sucumbió víctima de su necrofilia heroica y de la maldición destinada a los profanadores de tumbas desde la inmemorial época de los faraones.

Eurípides de Salamina, el impío, sostuvo: «A los muertos no les importa cómo son sus funerales. Las exequias fastuosas sirven para satisfacer la vanidad de los vivos». Y la de los monárquicos y monárquicas lectores y lectoras de Hola y otras revistas del corazón, agregaría yo. Será el viaje de Isabel II a su última morada una jornada solemne y majestuosa, a la altura de la sociedad del espectáculo, «aunque solo sea por las horas y horas de televisión, tuits, páginas y tertulias que el público alrededor del mundo parece dispuesto a consumir en una explosión de interés y/o fervor por su figura». Y aún no concluye el maratón de eventos luctuosos y sucesorios perfectamente británicos, pues no será sino hasta mañana, lunes 19, cuando ¡al fin!  la monarca encuentre reposo definitivo, en la sepulcral paz de la Abadía de Westminster, la más importante y venerable edificación gótica de la Pérfida Albión, en la ilustre compañía, entre otros, de Isaac Newton, John Milton, Charles Dickens, Rudyard Kipling, Alexander Pope, Lawrence Olivier y el legendario Thomas Parr, quien con 152 años a cuestas es ícono indiscutible de la longevidad sajona ―Si Carlos III logra emularle, podría batir la marca de su progenitora―.

En el funeral de Estado de mañana estarán presentes reyes, príncipes, sultanes, caciques, presidentes, primeros ministros, embajadores y enviados especiales del todo el globo. La usurpación y el interinato no tendrán vela en el regio ceremonial  porque es muy de la casa Windsor hacerse la yo no fui y sacarles el fundamento a peos tercermundistas. Tal vez Guaidó debió viajar a Londres por su cuenta y riesgo, a fin de ver y dejarse ver, en lugar de estar bregando la continuidad de una negociación desigual y en suspenso sine die. En jaque y a punto de mate, del careo azteca, aunque se reanudase, nada promisorio cabe esperar. El tiempo transcurre implacable y la oposición autodestructiva lo malgasta deshojando la margarita de las primarias —sin tener aún en claro si son para elegir un candidato presidencial o renovar el liderazgo de una chucuta plataforma unitaria, en la cual no están todos lo que son ni son todos los que están—, y en el ínterin, el padrino-madurismo muestra las garras con una declaración de guerra avisada sí mata soldados: «Es muy importante prepararse para la gran victoria de las elecciones presidenciales del año 2024. Y prepararnos porque en el año 2025 hay elecciones conjuntas de la Asamblea Nacional, gobernaciones y alcaldías».

En los predios de la alicaída y esquizofrénica oposición democrática, vientos de claudicación soplan cada vez con mayor fuerza. Se habla de armisticio y cohabitación. Luis Almagro ha escrito un par de artículos al respecto y Gustavo Coronel ha objetado sus propuestas con alegatos de razón ética.  Pero, en política la moral casi nunca cuenta. De acuerdo con Maquiavelo, «Lo único inmoral para el príncipe es perder el poder». En lo concerniente a la coexistencia no beligerante de oficialismo y disidencia en una suerte de cogollo compartido, la idea no es nueva en tierra de gracia. El 2 de marzo de 1811, el Congreso de la naciente República, nombró un triunvirato para ejercer las funciones ejecutivas, integrado por Cristóbal Hurtado de  Mendoza, Juan Escalona y Baltazar Padrón (la presidencia era rotativa y los triunviros se rotaban en ella semana a semana); la fórmula se repitió al año siguiente, cuando en la «Ciudad Federal de Valencia» se designó a Fernando Rodríguez del Toro, Francisco Javier Ustáriz y Francisco Espejo como integrantes de una segunda y postrera triada ejecutiva. En 1958, Rómulo Betancourt sugirió un gobierno colegiado —«no a la manera suiza ni a la uruguaya, sino a la venezolana»— a objeto de garantizar la estabilidad requerida para afianzar la recuperada democracia. Y en artículo mío, pergeñado al calor de las desavenencias entre Guaidó, Capriles y María Corina, me atrevía recomendar una troika conformada por ellos como conductora de una eventual transición.

Cuán iluso éramos en esos gloriosos días cuando soñar no costaba nada porque, tal puso Pedro Calderón de la Barca en boca de Segismundo, «los sueños, sueños son»; pero, cuando la memoria deja de ser risueña y atraca en el muelle de la tristura, es harto difícil diferenciar una iguana de un camaleón y  puedes sucumbir a la emoción, aferrarte al tiempo estático y marginal de los recuerdos, y dejar de lado la sensatez;  y ¿quién puede ser sensato,  prudente y reflexivo en un país desmovilizado y atomizado mediante la consigna ¡divide y vencerás!? El mundo dice adiós a su majestad Isabel II y la gente se detiene y aglomera a objeto de ver pasar el cortejo fúnebre; entonces, pienso en la factibilidad de colocar, cuando mueran, a los jerarcas del régimen y sus gonfalonieros en ataúdes esféricos y llevarlos a patadas al cementerio.  Sería una forma, no la única, de dar sosiego al ánima errante de Simón Bolívar, a quien estamos en la obligación de dar sepultura de una vez por todas, proscribiendo la excesiva utilización de su nombre. Me despido, evocando un par de versos de Eugenio Montejo: «país de amada sangre en nuestras venas, /que no termina de enterrar a Gómez». Hasta aquí el divertimento de hoy. Utilizo el término, a pesar de pertenecer a la jerga musical, porque escribir me divierte. Y, aunque me autoproclamo obrero de la palabra, la escritura no es para mí trabajo. Este, según Oscar Wilde, es el refugio de quienes no saben hacer nada mejor.

 

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