A estas alturas del año, o sea, recién iniciado, se encuentra próximo el momento más feliz de aquellos que lo compondrán, al menos para mí.
No se trata de mi cumpleaños, o mi aniversario, momentos, sin duda alegres. Ni siquiera el cumpleaños de mis hijos, o de mi mujer, o de mi madre, que se dan por estas fechas. Es mucho más sencillo. Para mí, el momento más feliz del año es ni más ni menos que el 7 de enero.
No el 6, por los Reyes Magos, no confundir, por favor. Es el día 7 de enero cuando, al abrir los ojos, me invade una sensación de plena felicidad, felicidad que se acentúa cuando me asomo a la ventana, o salgo a la calle y compruebo que ya no queda ni una lucecita, ni un arbolito, ni un mercadillo de casetitas de madera, ni absolutamente nada que recuerde a la Navidad. Ni un Santa Claus, ni un belén, ni nada.
¿Puedo sentirme aún más feliz? La respuesta es sí, cuando compruebo, o soy consciente de que falta casi un año para la siguiente Navidad.
Se preguntarán ustedes qué tengo yo contra la Navidad. La respuesta es nada. No tengo nada contra la Navidad, pero tampoco a favor. Simplemente, no me gusta. Soy un hombre de rutinas, aunque pueda parecer lo contrario. Yo, en mi casa, en pijama y zapatillas soy el tipo más feliz del mundo, y por tanto, tanta comida, tanta cena y tanta ostia, me acaba cansando; vamos, que el 20 de diciembre ya estoy cansado, solo de pensarlo.
Antes de empezar el maratón de comidas pantagruélicas, ya he engordado dos kilos, para ir calentando. Además, los muchos acontecimientos, porque en mi casa, como ya he dicho, en estas fechas se dan cuatro cumpleaños, si tengo en cuenta el de mi mujer, que es el 25 de noviembre, así como los muchos días no laborables, no me permiten ceñirme a mis horarios y, por lo tanto, abandono las buenas costumbres, como ir al gimnasio por las mañanas o cenar un yogur, cosa que hago no tan a menudo como debiera, pero sí de vez en cuando.
Además de todo ello, hay otra causa por la que estas fechas son más peligrosas para mi corazón que un colesterol de trescientos; me altera sobre manera el asunto de los regalos. Sí, para mí, es un suplicio, pensar qué comprar, si le gustará a quien lo va a recibir, recorrer las tiendas de las calles céntricas, atestadas de gente, buscando algo concreto que al final no encontrarás. Cómo será la cosa que, en los últimos años yo, el hombre analógico, he recurrido a Amazon en más de una ocasión. Aun así, me supera. No doy más de mí y acabo física y mentalmente extenuado, soñando con un anodino 18 de febrero, por ejemplo. Cualquier día soso, insulso, lleno de rutilante rutina y magnífico aburrimiento.
Soy un hombre tranquilo. A mí no me hacen falta grandes aventuras. No estoy deseando hacer puenting o tirarme en parapente. Muchos días, mi ideal de ocio, mi momento dorado, es ese rato, entre la cena y la cama, que me siento en el sofá, con mi mujer y nos acurrucamos un poco para ver una serie, una película o un madrileños por el mundo. Qué quieren que les diga, sé que estoy perdiendo puntos, pero ese soy yo. No me busquen en otro tipo, no soy un hombre de acción, creo que por eso me dedico a escribir. Ante el teclado, ya tengo toda la acción que necesito.
El otro día, por ejemplo, me ocurrió algo extraordinario, que ya de por sí puede llenar una tarde; no hace falta saltar en paracaídas. Estaba yo en la cocina, que se encuentra en el top ten de mis ocupaciones favoritas, después de no hacer nada, que es el top one, cuando noté una presencia extraña, que resultó ser algo tan simple como una mosca. Sí, ya sé, es solo una mosca, pero en un mes de diciembre, en un piso seis de un edificio del centro de Madrid, es una presencia extemporánea.
Mi primer impulso fue quitarme la zapatilla y aplastarla contra la puerta del armario donde le dio por posarse, pero como era Nochevieja, me dio un poco de mal rollo acabar el año matando aunque fuera un simple insecto, así que abrí la ventana, con el fin de que el instinto primario de supervivencia del animalito le hiciera abandonar la cocina, rumbo a más bellos y abiertos horizontes. Así que, una vez abierta la ventana, continué a lo mío, dando por hecho que la mosca entendería la sugerencia.
Al cabo de un rato, Maricarmen, mi mujer, entró en la cocina, que yo había cerrado previamente para no ofrecer al alado insecto una alternativa errónea, y nada más entrar, me dijo “hay una mosca”.
Me quedé desconcertado, la verdad. La mosca seguía allí, esta vez reposando sobre el reloj de cocina, así que haciendo gala de una paciencia infinita la hice levantar el vuelo y, moviendo las manos, que parecía un argentino celebrando un gol de Messi, la conduje hacia la ventana, por la que, al fin, la vi salir rumbo a la libertad y la vida.
Pues nada, seguí a lo mío, preparando mi tabla de quesos, cuando, al cabo de unos minutos, estupefacto, volví a ver a la mosca campando a sus anchas por el mobiliario y los azulejos.
Esto empezaba a ser extraño, desazonante incluso, así que decidí salir de la cocina y apagar la luz, porque tengo la creencia, resultado de la educación recibida desde la infancia, de que las moscas van a la luz; mientras tanto, me dirigí al despacho para continuar con un artículo que estaba escribiendo para La Paseata. Allí me instalé, en pijama, ante mi portátil, con la puerta cerrada, aislado del mundo que giraba sin control cuando, en plena concentración, cuando la musa se había hecho carne y mis dedos volaban por el teclado como poseídos por Eduardo Manos Tijeras, la mosca se posó en la pantalla como un asterisco fuera de lugar.
Por supuesto, llamé a Maricarmen. “¿Qué hacemos con la mosca?, ¿le ponemos nombre y la adoptamos?”, le pregunté, a lo que mi mujer sugirió que abriese la ventana del despacho, pero la verdad, a esas horas de la tarde, en pleno diciembre, desdeñé la idea.
Cierto es que, esa noche, cuando estábamos cenando, la mosca nos hizo compañía en el salón, ante el asombro de mis hijos que más que una mosca parecía que estaban viendo un F14 en vuelo rasante por el salón, pero al día siguiente, como el 2022, la mosca había desaparecido. Como tantas cosas en la vida, tal como vino, se fue. Me dio pena, la verdad. Le había cogido cariño.
Aún así, la mosca me dio una lección que yo, humildemente, he tratado de trasladarles a ustedes. Hay aventura hasta en el vuelo de una mosca, si sabes buscarla y, por supuesto, hay literatura.
La vida es literatura; escríbanla, pues.
Y sean felices.
@elvillano1970