Puede ser legal, pero no es ético». Se ve escrito y se oye cada vez con más frecuencia. A veces se añade: «Ni ético ni estético». Dejo lo de estético para otra ocasión.
¿Qué es lo ético? Existen sesudos estudios que distinguen, como un pelo en dos, la ética de la moral. Pero tanto la etimología como el hablar común los equipara. Ético viene del griego ethos, lo referente a las costumbres, al modo de comportarse. Moral, del latín mos, moris, con el mismo sentido. Cuando alguien dice que algo no es ético entiende que no es moral. Con la diferencia de que para lo no moral hay hasta dos términos, inmoral, amoral, y para lo no ético ninguno.
¿Por qué se evita tanto el término moral? Porque quizá se ve en eso algo religioso, confesional. Pero entonces también Cicerón es confesional, porque escribió, en De Fato (45 a.C.): «atañe a las costumbres, lo que los griegos llaman ethos mientras que nosotros solemos llamar a esa parte de la filosofía ‘el estudio de las costumbres’, pero conviene llamarla ‘moral’ para que se enriquezca la lengua latina».
El recurso eufemístico de hablar de ética y no de moral parece indicar «no moralicemos». Pero ahí está el fallo: moralizamos siempre. En la vida corriente es de lo más común: «Se portó mal conmigo», «me odia»; o «es una buena persona», «son gente de bien». Estas y cientos de expresiones más son morales. Casi todas las ideologías políticas moralizan. Y algunas leyes del Estado. Cuando, por ejemplo, se prohíbe fumar en tal o cual sitio se moraliza, porque se entiende que «fumar mata». Hasta una simple cajetilla de tabaco tiene su moraleja.
La ética o moral se mueve en el eje del bien y del mal y eso es pacífico. Lo decisivo es determinar cuál es el criterio de lo bueno y lo malo. Bueno y bien incluyen un toque de polisemia, porque hay un bien y mal «técnicos» y un bien y mal moral. Un asesinato bien hecho es algo malo; una acción buena realizada por interés no es tan buena o es medio mala.
Se ha escrito muchas veces que «haz el bien y evita el mal» es algo inserto en la naturaleza humana y que se llega a verlo sin más dilucidaciones. Pero cuando se desciende a lo concreto, ¿qué es bien?, ¿qué es mal?, las cosas ya no están tan claras. Por eso se vio como más intuitiva y cierta la expresión «no quieras para otro lo que no quieres para ti», denominada regla áurea. Está en el Evangelio y también en libros de otras religiones o cosmovisiones. En la filosofía de Confucio: «¿Hay alguna máxima que deba uno seguir en la vida? Lo que no deseamos que nos hagan no lo hagamos a los demás». En el Avesta indio: «Es bueno el que se abstiene de hacer a otros lo que no es bueno para uno mismo». En el Corán: «Ninguno de vosotros será verdadero creyente, a no ser que desee para su hermano lo mismo que desea para sí mismo». En la tradición hebrea del Talmud: «Lo que no quieras para ti, no lo quieras para tu prójimo; esto es toda la ley; lo demás es comentario».
Esa expresión permite concretar lo que se entiende por mal: no quiero que me maten, que me torturen, que me roben, que me insulten, que me calumnien, que me engañen… Luego no lo quieras ni lo hagas para cualquier persona, que es semejante a ti, porque en la igual dignidad de todos los seres humanos parece que sí hay acuerdo.
Todo lo anterior se puede entender racionalmente y da origen a una ética o moral natural. Esa moral es recogida y a la vez elevada desde dentro en el Antiguo Testamento y por Jesucristo en los Evangelios: «ama a tu prójimo como a ti mismo». Salvo en casos extremos de desesperación o de graves enfermedades mentales, cada ser humano desea lo bueno para sí mismo, que eso es amar, desear el bien. Y esa es la medida del amor al prójimo, que sería, en positivo, la regla áurea: «quiere para otros lo bueno que quieres para ti».
Cuando en una sociedad de tradición cristiana, ese fermento de vida que es el Evangelio viene a menos, el individualismo egoísta empieza a ganar terreno y se quiere para otros lo que no se quiere para uno mismo. Y con el individualismo egoísta viene el cinismo, el todo vale, el «los hechos se justifican por el simple hecho de darse». Esas son muestras de decadencia de una cultura. Si sus efectos no se notan hasta el límite, se debe a que, en esa misma sociedad, hay personas que, de modo callado y silencioso, llevan a Dios en sus corazones y en sus obras. De esto apenas se habla, porque es propio del bien no presumir de sí mismo, sino pensar que, por mucho que haga, nunca es suficiente.
En eso consiste la grandeza de alma, que revela, lo quiera o no, por contraste, las marrullerías y la mediocridad de otras muchas vidas. Y no me gustaría poner ejemplos de la vida política.
Artículo publicado en el diario El Debate de España