Una noticia hizo furor hace poco en los medios de España: según la Sociedad de Artistas, Intérpretes y Ejecutantes, 63% de las escuchas de música en ese país se hicieron en castellano, con lo que se superó por fin el predominio crónico del inglés entre las audiencias locales. Ahora bien, ¿cuál es la noticia? ¿Acaso no es «normal» que la producción cultural en la lengua oficial y más extendida de un país sea la predominante? Pero, no. El mundo musical se concibe básicamente en inglés, aunque «Despacito» diga lo contrario y Emily Galavís haya hecho viral el pasaje llanero en internet.
En todo el mundo, la tendencia es a la uniformidad cultural, entendido esto como que si la cosa viene de Estados Unidos se ha de consumir porque sí, aunque la gente no entienda qué dice. En la Hispanosfera no es diferente, aunque la lenta transformación de Estados Unidos en un país de habla hispana –hoy es el segundo del mundo– implique también que detrás de la expansión de los temas en castellano esté la mano de los productores norteamericanos.
Cuando la globalización comenzó por la entonces llamada «superautopista de la información», o sea, Internet, a mediados de los años noventa, los melómanos como yo comenzamos a tratar de saber qué se escuchaba en las carteleras de todos los países. Una gran decepción: ya fuera Singapur, Islandia, el Congo o la misma Francia, las radios repetían hasta el hastío la misma canción de los Backstreet Boys y otra de las Spice Girls. Además de los gustos musicales –los míos son heterodoxos– hay algo que se impone más allá del ritmo: la noción de que estar en algo, surfear la moda, ser joven, ser moderno solo se puede lograr si se hace en el idioma de Shakespeare y Billie Ellish… Todo ello viene aparejado con la llamada vergüenza cultural y la endofobia.
Pata-Pata, Caracas, glu, glu…
El sábado 29 de julio de 1967, días después de la celebración del cuatricentenario de la fundación de Caracas, a las 8:05 p.m, aquella ciudad que se aprestaba a una noche de bonche y rumba de repente se vio sacudida por el terremoto más devastador que se conociera en el siglo XX. El sismo se sintió en toda Venezuela, aunque en menor medida. Mucha gente se enteró de que algo malo estaba pasando porque de pronto los escenarios de la televisión se tambaleaban, o saltaban las agujas de los tocadiscos de las radioemisoras y de los cumpleaños, tal como me contó una prima mía: «Estábamos bailando el Pata-Pata, glu, glu de Las Cuatro Monedas [una respuesta venezolana al tema de la sudafricana Myriam Makeba] y, cuando vino el golpe [el terremoto], sentí que me mareaba y no era por estar bailando moderno, bien desbaratá, mientras la aguja me rayaba el elepé».
A pesar de la destrucción que dejó la falla de San Sebastián, Caracas continuó creyéndose la capital de la modernidad de América del Sur. Según la describe Eduardo Galeano, en su libro negrolegendario Las venas abiertas de América Latina (p.78), esta ciudad era «una pesadilla de aire acondicionado, supersónica y estrepitosa; un centro de la cultura del petróleo que prefiere el consumo a la creación». Aunque pongo en remojo a Galeano, en esto tiene razón, aun más en cuanto a la industria cultural, a juzgar por el hecho de que la mayoría de los cantantes de la época solo hacía versiones –los fulanos covers de ahora– de éxitos anglos o italianos, en especial, de aquellos que habían ganado los festivales o hubieran salido en el Billboard.
Cuando uno echa la vista atrás y se sitúa en aquellos años 60, 70 y 80, se da cuenta de cuán manipulables y débiles al atragantarnos el mito de la modernidad como tabla de salvación ante nuestro atraso cultural y ante las taras atávicas heredadas de la época de María Castaña y de cuando san Pedro tenía pelo… Era una sociedad a Ye Ye Go Go que se alejaba del caney, el pilón y del sancocho en leña… No era cuestión de edad ni siquiera de clase, porque el fenómeno se veía en todos los estratos de la sociedad urbana venezolana de entonces: aquí todo el mundo imitaba los espasmos de Tom Jones en It’s not unusual o bailaba The Hustle… Todos… ¡Desde Maracaibo a Cumaná!
En los tiempos en que la televisión era a blanco y negro, lo que percibíamos a través de la pantalla era un mundo sin grises ni matices: el aparato sentaba las bases de lo que pensábamos, actuábamos, nos vestíamos y hasta nuestros gustos a la hora de comer. La televisión y sus programadores conformaban la congregación de la santa doctrina en la que nosotros, los jóvenes y niños de entonces, tejíamos nuestra identidad, siempre en disonancia cognitiva, porque éramos gringos atrapados en cuerpos de canoeros del Alto Apure, con ganas de emigrar de El Miedo a Altamira [nunca un autor escogió mejor los topónimos a manera de metáfora. ¡Gracias, Gallegos], gente que no podía avanzar debido a cierta tara producida por la sobredosis de arepa con queso de mano.
Aquella Venezuela de crecimiento económico fijo de 7% anual que duró décadas era un pueblo ávido de novedades, de pinos congelados traídos de Canadá para adornar las fiestas decembrinas –otra vez cito a Galeano–, de centros comerciales con escaleras mecánicas, de autopistas, de tiendas «igualitas a las de la 5.a Avenida o Carnaby Street»… Una Venezuela de plataformas y minifaldas, y de extravagancias como autos deportivos, fiestas con tequeños y caviar, y mucho whisky con su respectiva agüita Perrier, importada de Francia. Una Venezuela wannabe a la que, sin embargo, le costaba decir Péipermeit, en vez de Paper Mate como se leía en la marca.
La endofobia –esa tendencia a menospreciar lo propio para exaltar lo foráneo– nos hacía consumir acríticamente todo producto mediático estadounidense, no como resultado de una penetración premeditada –que sí lo era, según lo dirían los de la Escuela de Fráncfort–, sino simplemente por nuestra anuencia, nuestro entusiasmo, nuestra hambre de consumir cualquier cosa que viniera de esa sociedad triunfadora, trabajadora, intachable e incuestionable… Tal era nuestra admiración por la sociedad gringa que una maestra mía afirmaba, sin empacho alguno, que los norteamericanos gastaban la suela del zapato de manera uniforme «porque los padres fundadores [de Estados Unidos] los habían enseñado a pisar como era, mientras que uno el venezolano se comía el tacón y andaba todo choreto, porque nos pesaban el indio flojo y el negro pata en el suelo»…
A mí me tocó vivir unas décadas de la vida venezolana donde coincidieron el boom de los petrodólares y la irrupción del disco music. Mi generación asumía que el futuro sería en inglés, que si no, no podríamos llamarlo futuro, si parafraseamos lo que le enseñaban a la juventud rebelde cubana en cuanto al ruso y su caterva de mitos socialistas y soviéticos. Así que las madres de los 70 daban la vida para iniciar a sus cachorros en los cursos de inglés, con los que uno podía entender por fin qué diantres decían los Beatles o los Rolling Stones. Aquel afán pretendía abrirnos las puertas de la NASA y terminó siendo el preludio de la realización del sueño americano vía el tapón del Darién.
Saber inglés y, sobre todo y ante todo, pronunciarlo como si uno fuera Renny Ottolina en su show (nunca programa) de las 12 del mediodía o los locutores del Hit Parade Venezuela, era un pase al éxito seguro; hablarlo sin acento significaba un plus: se trataba pues de gente viajada, de gente bien… No se sabe bien qué, como decía la canción… Lo que implicaba prestigio y batir la melena.
Esa ilusión de vivir en la modernidad se alimentaba de datos frívolos como ese de que en Caracas había premières de cine y lanzamientos de discos de cantantes famosos apenas días después de su estreno en Nueva York o de que Olivia Newton y John Travolta se hubieran presentado en Sábado Sensacional en pleno furor de su película Grease. Empero, ese American Dream se veía interrumpido cada junio por el Mes del Artista Nacional, en donde nos obligaban a abandonar a Earth, Wind and Fire por Azúcar, Cacao y Leche, y cambiar a Billy Joel por el Catire Carpio. De la veda no se salvaban las canciones del grupo Ámbar (María Conchita Alonso) ni Mañana (de Jorge y Charlie Spiteri), a las que por ser cantadas en inglés no les valía la cédula venezolana. ¡Un mes de luto, pues!
En esos tiempos, a la producción en español se le hacían pocas concesiones: la salsa y la cumbia colombiana se consumían en la intimidad de una fiesta en la casa de la abuela; la balada y el pop cachilapos, cuando salían en televisión; las gaitas y la música de Billo’s, si era Navidad, y a Frank Quintero o a Guillermo Carrasco, si uno tenía una novia clase media aspiracional, pero medio chancletuda ella. Era una Venezuela donde los profesores criticaban la alienación de la que éramos víctimas, pero nos ofrecían como alternativa la moda austera de los ñángaras socialistas –sandalias de cuero, ropa hindú, mapires y flores en el pelo, de lo más Woodstock– y la música militante de Alí Primera, Gloria Martín, Mercedes Sosa, Inti-Illimani y la Trova Cubana.
Tu país está feliz…
La noción de modernidad surgió en el siglo XVIII con la Ilustración francesa, acogida y aupada luego por el laicismo, la reforma protestante, la Revolución Industrial y más tarde por el marxismo y hasta el nacionalsocialismo. De la mano de las elites independentistas entró y echó raíces. Esta idea implica, entre muchas cosas, el abandono de la tradición y de la religión, para ser sustituida por la razón, a la que se accede mediante el estudio formal, la ciencia, las bellas artes y la objetividad. No es que esté mal, sino que lo moderno venía con prejuicios en forma de sorpresitas: primero, que la civilización europea (excluyendo las sociedades atrasadas: católicas y ortodoxas orientales) estaba en la cima del mundo y que esta tenía el imperativo moral de expandir o imponer sus puntos de vista, para que al fin llegasen el progreso y el mesías en forma del mundo fantabuloso de los Supersónicos, y, segundo, la guinda del supremacismo blanco en un país mestizo.
Las ideologías imperantes llevaban implícitas y se siguen llevando por la negación de la tradición del campo –lo tierrúo–, de la marginalidad –lo cerrícola– o de las iglesias –lo mojigato–, según fuera el sesgo. Así pues, las alpargatas serían enemigas de los zapatos de tenis; el rancho, incompatible con el apartamento; el caserío, la antítesis del Ateneo; el catecismo no podría coexistir con el Álgebra de Baldor ni el golpe tuyero sería digno del Madison Square Garden. ¡Así nos comenzamos a despreciar a nosotros mismos!
Por otro lado, zorros y camaleones se aprovecharon de la música folclórica, ya por interés comercial (los pasajes llaneros de Mario Suárez y Lila Morillo, en los 60, por ejemplo) o ya para introyectar ideología izquierdista, porque «El disco es cultura», según el lema que se imprimía en todas las carátulas de la época.
Así pues, en esa Venezuela tabarato, la conciencia «social» se presentaba como un antídoto al colonialismo cultural y nos preparaba para otra colonización: la de las ideas provenientes de La Habana o de Moscú, muchas de las cuales llegaron en las maletas de los exiliados que huían de los respectivos golpes militares del Cono Sur en la década de los setenta.
Esa Venezuela abrazó con entusiasmo, por ejemplo, las puestas en escena arriesgadas del argentino Carlos Giménez y su Grupo Rajatabla, que en 1971 estrenó la obra Tu país está feliz, con la que se ironizaba a través de los versos del brasileño Antônio Miranda y la música de Xulio Formoso, la ilusión de bienestar que disfrutábamos mascando chicle bomba, mientras «los niñitos macilentos que habitan allá en los cerros» nos observaban preparando su revancha. Así bien, ser intelectual era ser de progresía y abrazar, también acríticamente, las maneras de hablar, cantar, vestirse y relacionarse con el mundo, en el que dejar de ser alienado era alienarse con las líneas partidistas que bajaban del PCV… ¡Vaya un trabalenguas!
Y por Venezuela, Colina…
No fue hartazgo ni el despunte de la madurez, sino el golpe de realidad que significó para nosotros la primera devaluación del bolívar en febrero de 1983, que el panorama radiofónico pasó poco a poco al español, cuando las disqueras venezolanas ávidas de dólares preferenciales comenzaron a invertir en cantantes y autores locales. Así bien, de la noche a la mañana, los jóvenes de los 80 empezamos a oír música un poco más cónsona con la identidad hispanoamericana, en varios ritmos y oleadas: el merengue de Wilfrido Vargas et al, la salsa erótica, los baladistas mexicanos y españoles, el rock argentino y, por encima de todo, la eclosión de cantautores e intérpretes venezolanos, aupada por la Ley del 1X1, sin cuya mención esta crónica no estaría completa: Ilan, Franco de Vita, Yordano, Daikirí, Rudy La Scala, Karina, Adrenalina Caribe, Natusha, Melissa, Carlos Mata… La mayoría de ellos inmigrantes de países diversos o de primera generación –Israel, Italia, Perú, Francia, Cuba–, donde una excepción saltaba a la vista: O. J. Colina.
Ser hijo de un agente de la Seguridad Nacional le había valido a Oscar de Jesús (O.J) la antipatía de la izquierda. En los sectores más sifrinos, el que fuera negro, nacido en el interior, se vistiera de forma andrógina, se dijera que era consumidor y proviniera de los sectores pobres levantaba todas las alarmas entre caraqueñocentristas, racistas y homofóbicos, por no hablar del clasismo que le ponía más sal en la herida, hicieron que Colina no fuera tomado en serio o se le ninguneara entre los grandes cantantes de los 80, a pesar contar con temas realmente memorables, incluyendo algunos en inglés. Muchas de sus presentaciones, no obstante, eran apenas como un gesto de inclusión –muy alineado ya a los movimientos progresistas de Estados Unidos, leyeron bien– y su figura fuera tolerada con condescendencia o a manera de chiste… negro.
Nuestra televisión y nuestra radiodifusión, en esta nación parda, asumían un racismo solapado que teñía de rubio las cabelleras de cantantes y actrices, mientras relegaban a los cantantes pop más oscuritos –Pecos Kanvas, Rudy Márquez, Adrián Guacarán, Henry Stephen, Frank Quintero o Chusmita– al papel de teloneros o de relleno en los programas de variedades musicales…
Además de Colina, mención especial merecen los hermanos O’Brien, los integrantes de origen barbadense de Las Cuatro Monedas que introdujeron el reggae en 1970 (Ritmo del alma, de Hugo Blanco) y cuyo vestuario estaba a tono con la moda de Los Ángeles… Los arreglos estaban a la altura de las producciones de cualquier otra discográfica gringa, pero, a pesar de que seguramente hablaban un inglés cadencioso del Caribe, cometieron el grave error de cantar en español… Con lo que no pasaron de representar a Venezuela en el Festival de la Canción 1969 (Barcelona, España) que ganaron con Yo creo en Dios, pero que no lograron la internacionalización que se merecían. La gente hacía chistes racistas cambiándole la «e» de monedas por una infame «a», todo un reflejo de cómo detrás de lo moderno se importaban prejuicios o se afianzaban conceptos que nunca debieron estar allí… ¿Que Barry White y Roberta Flack estuvieran en el horario estelar de la televisión y Donna Summer llenara el Poliedro? Claro, cantaban en inglés y sonaban duro en el Hit Parade…
Sin embargo, hay buenas nuevas… El español toma relevancia internacional de la mano de los reguetoneros, pero ello resulta engañoso, porque habría que revisar qué clase de castellano es lo que se está cantando ahora: ¿será el galimatías del SloMo de Chanel que rima «tengo» con «mango» (pronunciado como mengou…)? ¿O será la sarta de vulgaridades y referencias sexuales explícitas de Bad Bunny, pronunciadas como si el susodicho tuviera faringitis? Esa ilusión de éxito, en la que se prioriza la cantidad y no la calidad, puede estar pergeñando otro mito, como el de la modernidad, que nos hace ver por fuera el caballo de madera a las puertas de Troya, sin tomar en cuenta los vicios y prejuicios que vienen por dentro, ¿verdad, bro?