OPINIÓN

La miserable esclavitud del estómago

por Gladys Socorro Gladys Socorro

Cuando 50% de la población vive en pobreza extrema, la esclavitud se hace presente. Depender del Estado para comer es uno de los más viles sometimientos que puede sufrir persona alguna. Es la anulación del individuo para darle paso al animal que lucha diariamente por su supervivencia. No piensa, no razona, es sólo un depredador que intenta satisfacer sus necesidades elementales para vivir.

Según la Organización de las Naciones Unidas, se considera que una persona vive en pobreza extrema cuando su ingreso diario no supera 1,90 dólares; además, no puede cubrir lo básico como alimentación, agua, acceso a la educación y salud. Este es el caso de Zimbabue y Venezuela, con 50% y 53,3%, respectivamente, países separados por 10.834 kilómetros pero muy cercanos en lo que a condiciones deplorables de calidad de vida se refiere.

Las profundas crisis que se viven en ambas naciones son de marca mayor. Los altos niveles de inflación, las expropiaciones, la corrupción, el desempleo, la caída de la producción nacional, la devaluación, las constantes violaciones de los derechos humanos y las características dictatoriales de sus gobiernos, son algunas de las coincidencias que comparten los que hoy ocupan el primer y el segundo lugar del Índice de Miseria 2023, indicador que mide el nivel de malestar que se sufre en una economía.

En todo este entramado fatal se ha generado otra manera de esclavitud moderna, adicional a la dependencia por hambre. Y es que en ambos casos, sus habitantes son protagonistas de éxodos masivos, donde millones de personas han tenido que salir de sus países huyendo de la vorágine económica y de las amenazas políticas ante la mínima disidencia a las prácticas oficiales. En los países de acogida, aparte del racismo, los migrantes deben someterse a largas horas de trabajo forzado para poder sobrevivir y, en muchos casos, las mujeres y los niños son víctimas del mundo de la prostitución.

Reportes de organismos internacionales dan cuenta que desde Zimbabue ha salido, hasta la fecha, casi 40% de su población, mientras que desde Venezuela han huido entre 5 y 7 millones de personas, siendo la estimación del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) que para mayo de 2024 superarán los 10 millones.

Si estas consecuencias que han provocado los gobiernos que dirigen ambas naciones son de por sí bastante graves, aún hay más. Cuando la mitad de la población está ocupada en buscar en la basura qué comer, esperando algún aporte gubernamental o haciendo cualquier trabajo que le permita hacerse con menos de 2 dólares al día, son casi nulas las posibilidades de avanzar como sociedad. Bien lo decía el psicólogo estadounidense Abraham Maslow, con su corriente humanista y la Pirámide de las Necesidades, en la que plantea que la satisfacción de las necesidades más básicas da lugar a la generación sucesiva de necesidades más altas, siendo las fisiológicas las únicas que nacen con cada ser humano, mientras que las demás surgen a medida que las básicas hayan sido atendidas.

Entonces, basados en Maslow, tenemos que la mitad de la población de Zimbabue y de Venezuela actúa por supervivencia elemental, haciendo prácticamente imposible pedirles que se comporten como ciudadanos, que ejerzan sus derechos políticos y participen en la reconstrucción de la sociedad a la que pertenecen. Por el contrario, son blanco perfecto para el soborno gubernamental, para el chantaje de los poderosos que les aplacan el hambre y los mantienen sometidos a la miserable esclavitud del estómago.