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La mesura de la esperanza

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La caja de Pandora. René Magritte, 1951

 

«Pesimismo esperanzado» como actitud ante la fatalidad.

Es curioso seguir la reacción a ciertas noticias negativas. Se manifiestan los abatidos, los iracundos, los cínicos, los estoicos, los optimistas vende-humo más ridículos y los tristes esperanzados, cuya llama está a punto de languidecer, pero la mantienen encendida en un acto —heroico y candoroso— de resistencia. Casi todos vagan, atormentados, por las redes sociales buscando algo que les devuelva el ánimo.

De la esperanza he leído tantos descréditos como reivindicaciones. Habiendo yo sentido una esperanza fogosa y vigorosa estos últimos meses, perderla es padecer por un momento el Spleen que describió Baudelaire: 1

Cuando el cielo bajo y pesado como tapadera

Sobre el espíritu gemebundo presa de prolongados tedios,

Y del horizonte, abarcando todo el círculo,

Nos vierte un día negro más triste que las noches;

Cuando la tierra se cambia en un calabozo húmedo,

Donde la Esperanza, como un murciélago,

Se marcha batiendo los muros con su ala tímida

Y golpeándose la cabeza en los cielorrasos podridos;

Cuando la lluvia, desplegando sus enormes regueros

De una inmensa prisión imita los barrotes,

Y una multitud muda de infames arañas

Acude para tender sus redes en el fondo de nuestros cerebros,

Las campanas, de pronto, saltan enfurecidas

Y lanzan hacia el cielo su horrible aullido,

Cual espíritus errabundos y sin patria

Poniéndose a gemir porfiadamente.

—Y largos cortejos fúnebres, sin tambores ni música,

Desfilan lentamente por mi alma; la Esperanza

Vencida, llora, y la Angustia atroz, despótica,

Sobre mi cráneo prosternado planta su bandera negra.

Si este Spleen no nos representa hoy con preciso tino, no sé qué lo hace. La Esperanza de muchos, vencida, llora. Y si fuese que, como escribió Emil Cioran, «en el Juicio Final sólo se pesarán las lágrimas»,2 casi todo nuestro pueblo puede darse por salvado. Por lo demás, para quienes mantenemos la llama encendida —no esperando ansiosos e ingenuos ese supuesto «algo que no vemos», sino con la certeza del phanta rei al que responde el tiempo— podemos preguntarnos: ¿qué hacer con la esperanza?

Esta interrogante da título a una ponencia de nuestro Premio Cervantes, Rafael Cadenas. El maestro asegura que la palabra Esperanza no figura en su vocabulario. Argumenta que, como en el presente es donde la vida tiene su verdadera sede, la esperanza, que se va en pos del futuro, nos desvía la mirada; aunque admite tenerla como sentimiento tenue en el fondo de sí, considera que «a veces no vemos la realidad, alucinados por la esperanza».3

En un mismo sentido, el profesor Erik Del Búfalo aseguró, cuando fue invitado a A Medias Podcast, que él no cree en la esperanza, pues «la esperanza es hija de la desesperación, y la desesperación es hija de la nada», y que lo contrario a ser esperanzado es ser realista —sobre todo, supongo, en su constante afirmación de la decadencia que ya había previsto Spengler, declarando que «es nuestro deber permanecer sin esperanza, sin salvación en el puesto ya perdido».4

Aun siendo lo buenos pensadores que son, e incluso frente al desolador panorama nacional, debo contrariarlos y responder a ambos con las consideraciones de Jean-Paul Sartre, citado por Virginia López Domínguez:5 «La esperanza no es lo contrario de la desesperación, sino lo propio de la acción emprendida. En ella reside la esencia de la acción, porque esta consiste en un movimiento de proyección hacia el futuro». La desesperación vendría a ser un fallo esencial del optimismo, que supone una esperanza atrofiada. Por eso es que Cioran decía que sólo se suicidan los optimistas que ya no logran serlo —disculpen lo oscuro de la reflexión, pero estos son temas que atañen a la hondura de la existencia.

Es de esta manera que toda acción fragua un nexo con el porvenir. Reducir la vida al tiempo presente, como lo hace Cadenas —o cualquiera que se cuelgue el carpe diem como mantra genérico en un caption de Instagram— crea el riesgo de invisibilizar los efectos de lo que hagamos hoy: nuestras acciones requieren un horizonte de sentido, y ese horizonte se extiende hacia el mañana. Sin la esperanza por ese mañana no tendría significado un valor tan importante como la Responsabilidad, que ofrece a la Libertad un complemento. Creo fielmente, por esto, que «el hombre habita en el presente, pero vive en el futuro», como una vez nos dijo a mí y a mis amigos nuestro querido profesor Francisco Blanco.

Pero no hay que mentirnos, y por eso repito: la esperanza en desmesura nos ciega, tornándose en un optimismo felicifoide —puro pathos— que espera inerte por un salvador. Eso es ser directamente un tonto útil y correr el riesgo de una decepción dolorosa. El pesimismo comprende la mejor actitud desde la cual, empleando el logos, podemos afrontar la desolación de nuestro panorama nacional. Un «pesimismo esperanzado» —como defienden Carlos Javier González Serrano o Juan Manuel de Prada— es en lo que nos podemos apoyar para evitar chocarnos con falsas expectativas; y dicha actitud se resume en esto: incluso con y desde la esperanza, hay que estar preparados para lo peor.

En el abanico de la contingencia está la posibilidad un mejor mañana, pero también está la fatalidad. Ignorar lo segundo es terquedad e ingenuidad. Prepararse para ello, mientras se trabaja y se vela por lo primero, es lo mejor que podemos hacer, porque la incertidumbre también invoca, aparte del miedo, el vasto campo de la oportunidad.

Después de todo, mesurar la esperanza se trata de crear una manera sana de relacionarnos con el tiempo: vivir en la espera, en el mero futuro, es desatender el presente y dejar todo irresuelto para radicarse en un mundo de fantasía. La pura nostalgia nos sume en la insatisfacción por la memoria de un pasado que nunca volverá. Y el presente sin proyecto y sin memoria carece de sentido y contenido. Hay que forjar un equilibrio.

Sólo es en el infierno que, como en Dante, habría que abandonar toda esperanza. Hacer tal cosa aquí en la tierra es asumir que vivimos en un infierno y eso no es verdad; porque, como sabemos —porque los conocemos—, hay buenas personas, y entre ellas aún quedan paladines dispuestos a preservar la memoria de grandezas de antaño y a proyectar un porvenir acorde a lo justo, lo bueno y lo verdadero; quedan centinelas de cuanto es débil y bello —como decía Ramos Sucre.6

Sigue vigente un estremecedor anuncio de Nietzsche:

Ha llegado el momento de que el hombre se proponga su meta. Ha llegado el momento de que el hombre siembre las semillas de sus más preciosas esperanzas. Todavía su suelo es lo bastante rico. Mas llegará un día en que tal suelo será demasiado estéril y miserable, y ningún árbol elevado podrá ya crecer en él. Yo os lo anuncio: es preciso llevar aún algún caos dentro de sí para poder engendrar estrellas danzarinas.7

Yo no soy de los que se escandaliza por la sarta de males salidos de la caja de Pandora. Si así fuera, nunca podría estar sereno. Podría preguntarme también: ¿qué hacía la Esperanza en la misma caja de los males? Pero como creo que es mejor mantenerla que desecharla, opto por darle un sentido. No es nuestra hora de fundirnos en el crepúsculo. Es por ello que cada día hemos de despertar y cuestionarnos: si todo saliera mal, ¿qué vida quiero tener? Y empezar, ilusionados —que no ilusorios—, a construirla.

Notas:

  1. Charles Baudelaire. Spleen IV.
  2. Emil Cioran. De lágrimas y santos.
  3. Rafael Cadenas. Aún a tiempo. Fundación para la Cultura Urbana, 2023, p. 77.
  4. Oswald Spengler. El hombre y la técnica.
  5. Citado en: Virginia López Domínguez. De la nostalgia a la esperanza: vencer el miedo a construir el futuro. Revista FILCO N°3, diciembre de 2022, p.61.
  6. José Antonio Ramos Sucre. Elogio de la soledad.
  7. Citado en: Virginia López Domínguez. De la nostalgia a la esperanza: vencer el miedo a construir el futuro… p.56.

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