Merlina ha resucitado la carrera de Tim Burton, renovando sus votos de confianza en el cine a través del formato de una serie de Netflix. El producto ha sido un éxito rotundo en la plataforma, al desbancar los ratings de Stranger Things y posicionar su famosa secuencia de baile en Tik Tok y Youtube.
Pocas veces un autor boomer puede hacer semejante transición, logrando conectar con las ansiedades de los centennials y millennials. Burton es como el Tío Lucas, como un fanático del camp y del cringe que se infiltra como Fred Armisen en el cómic con de cosplayers de Merlina.
El realizador de Ed Wood lo ha vuelto a hacer, demostrando que lo que inventó en los ochenta, como propuesta gótica de un neoterror cuqui, ha resultado en una de las marcas más rentables de Hollywood, pasadas las décadas.
Los peluches y la ropa con las figuras de Burton, se venden como pan caliente en los parques temáticos de Disney, al tiempo que cada diez años ha conocido un renacimiento del fervor por la magia negra del director.
Personalmente, he tenido la suerte de crecer con su cine, desde Beetlejuice y Batman, cuando su firma se convierte en sinónimo de impacto económico en la taquilla.
Burton ha dominado un complejo arte de reciclaje posmoderno de desechos industriales de serie B, que le ha permitido ennoblecer materiales de descarte, mediante un proceso de rabioso romanticismo freak y mutante, a favor de sus alter egos de la alteridad y la otredad, unos temidos monstruos que juzgan a la sociedad normalizada, que la ponen patas arriba a su modo tragicómico, y que consiguen humanizar a los que generalmente se proscriben, por su look y aspecto diferente.
De modo que Burton es el rey de lo emo y Merlina es su nueva Frankenstein o Frankenweenie, una hija por derecho propio de Eduardo Manos de Tijera, El cadáver de la novia y El extraño mundo de Jack.
Tim Burton no venía bien en el siglo XXI. Por primera vez en su historia, tenía una racha negativa de tres filmes fallidos (si descontamos Big Eyes que tampoco es una obra maestra): Alicia a través del Espejo, Miss Peregrine y Dumbo.
Desde 2019, las noticias sobre Burton procedían más de inauguraciones de exposiciones individuales y participaciones en Festivales, que de sus propias producciones. Empezamos a sospechar que su carrera estaba en declive y no sobreviviría a la pandemia.
Pero Burton guardaba un as bajo la manga y se llamaba Wednesday, una serie que transfiere a Netflix los valores estéticos que constituyeron el culto por la obra del cineasta: una protagonista que se resiste a las convenciones del estatus, una atmósfera barroca en la que narrar su personal divorcio del mundo, una puesta en escena plagada de guiños a sus seres díscolos y a sus imágenes inspiradas en la Hammer Studios, un sentido del humor negro visiblemente influido por el cómic y los programas de televisión de los sesenta, como Los Locos Addams.
De Merlina cabe destacar los grandes ojos y la cara inexpresiva de la musa Jenna Ortega, una chica menuda de su época que supone un acierto de casting para el director, en su afán por seguir vigente. Ella reencarna a una galería de chicas Burton, entre las que sobresalen la Michelle Pfeiffer de su gatubela (aquí tributada) y la Cristina Ricci de Sleepy Hollow (incorporada al reparto en un papel secundario misterioso que se revela clave en el desenlace del conflicto argumental).
La Merlina de Jenna Ortega captura una contención dramática en su rostro, cual nieta de Buster Keaton, que la sitúa en el estadio de anteriores antihéroes de máscara zombie y fantasmal de su director como el Joker, Charlie el de la Fábrica de Chocolates, el barbero de Sweeney Tood, el Pe Wee de su ópera prima y el Michael Keaton que lo acompañó en la década de los ochenta.
El realizador ha comprendido el cambio de tiempo y de construcción arquetipal, sustituyendo a sus predecesores por una chica empoderada e hiperracional de su era, una síntesis de muchas ideas que actualmente se ventilan, para agitarlas y trastocarlas en nuestro inconsciente colectivo.
Por ende, Merlina es un poco una amalgama ambivalente, una curiosa síntesis creativa de cuestiones disímiles y sabores paradójicos, entre el síndrome del enojo de una Greta frente a la culpa e irresponsabilidad de sus padres, la integridad moral de la sociedad del despertar y el principio de inclusión de los outsiders del sueño americano.
Ahí residen, seguramente, los puntos que provocarán mayor discusión en Merlina, debido a su condescendiente absorción de los temas de la corrección política, aunque se pretenda la contrario.
La polarización tendrá material para dividirse a favor o en contra, dependiendo de su orientación ideológica.
En mi caso, lo que me invita a criticar es el permanente uso y abuso de la técnica del voice over, para machacar cuestiones que son obvias y bastante predecibles, con la excusa de escribir un diario o una novela sin cierre, porque se deja abierta la posibilidad real de una inminente segunda temporada.
La locución de “Wednesday” concluye algunos episodios, a modo de un editorial acusador, que juzga maniqueamente como los Big Eyes de Merlina, bloqueando la posibilidad de interpretar el cuadro por uno mismo.
El recurso se antoja como un cliché que desvía la naturaleza del guion, por los caminos tradicionales de un suspenso y de una intriga ramplona de descarte, buscando al villano y al falso culpable detrás de una conspiración, para erradicar a los excluidos, en medio de una cacería de brujas de peregrinos racistas y supremacistas.
Por ahí Merlina se nota reiterativa y estereotipada en la pose de un sermón woke.
Típica revuelta y concesión con las brigadas que exigen cancelación ante cualquier asomo por contar la historia, por exponer el pasado, al que se plasma con el filtro de una cruzada de colonialistas enfermos de odio.
Percibo que la auténtica genialidad de Merlina no reside allí, sino en la articulación de un discurso formal que nos atrapa a todos en la resolución del dilema de la protagonista, alrededor de su incapacidad para sonreír y demostrar afecto.
Aquejada por un complejo edípico, Merlina está a la defensiva, a todos condena, y procura una aventura instrospectiva que le ayude a sanar, a congeniar mejor con su entorno al que desprecia. Una bomba de tiempo que Burton desea desactivar, sin renunciar a su esencia disruptiva. Merlina proyecta su neurosis y reactividad, encontrándole una cura psicológica de cara al mundo que lo excluyó como a Los Locos Addams.
En tal sentido, la tensión da pie a que los cuatro primeros capítulos vayan en un in crescendo que engancha y emociona, a partes iguales, al aglutinarse en la secuencia del prom nocturno, de la fiesta en la que Merlina es poseída por el Michael Jackson de Thriller, por un baile a gogo, al ritmo de la guitarra de The Cramps.
Dicha coreografía, hilvanada por Ortega, compagina con la danza liberadora de Pulp Fiction, afirmando el enfoque disidente y vintage de la protagonista, de una manera más cool y sexy que sus monólogos forzados.
A partir de entonces, la serie cae en una meseta y se hunde, conforme avanzan los minutos de su crónica policial trillada, para dar con la identidad del Vecna, del monstruo que a todos acecha.
Al colgar el cello, con el que toca sus solos de metal, la sinfonía de Merlina se desinfla, al cambiar su dirección por la de dos pupilos de Burton que no están a la altura del maestro.
Antes comprendemos que el monstruo viene de adentro, de las entrañas de una sociedad hipócrita, que excluye a conveniencia y que se monta una especie de academia de Harry Potter, para niños con poderes especiales, a fin de ocultar sus pecados y crímenes.
Merlina, como tantas producciones contemporáneas, habla al final de los problemas de la educación superior en Estados Unidos, de las ansiedades de sus alumnos y de sus profesores, de los delitos y faltas que se encubren con sonrisas impostadas.
Como la innombrable J. K. Rolling, Merlina estudia el contexto del acoso escolar, analiza las raíces del hate y apuesta porque los alumnos aprendan una lección de empatía, a través de la investigación de campo.
Burton es un romántico, un padre que cree y confía en que nuestros muchachos, en que nuestros hijos puedan aplicar el método deductivo, para curar enfermedades y superar los errores de sus progenitores.
De modo que Wednesday concluye en una demostración de afecto, que abraza una felicidad utópica, una reconciliación con el distinto, que es opuesto al tenebrismo de Merlina.
Un sintomático abrazo entre la blanca risueña y la dark girl filosófica.
Más que una guerra social y racial, Tim Burton nos envía un mensaje de reunificación, en el que la suficiencia y el narcisismo pedante de su protagonista evolucionan hacia un humanismo compasivo.
Y ahí Merlina cifra una esperanza, que me estimula más que su mano manchada de dedos inquisidores.