OPINIÓN

La mentalidad lumpen-okupa del régimen

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

Imágenes del Hospital Luis Razetti de Anzoátegui muestran cómo los médicos han tenido que ingeniárselas en los últimos años para atender las fracturas| Foto Meridith Kohut para The New York Times

A cada minuto, miles y miles de videos, imágenes y testimonios se suman a las redes sociales, dando cuenta de la destrucción de Venezuela. Mencionaré, solo para ubicar al lector, algunas de las que he visto en las últimas horas: instalaciones del Hospital Luis Razetti, de Anzoátegui, por las que circulan aguas negras y putrefactas. Pasillos del Centro Simón Bolívar –las emblemáticas Torres de El Silencio– con paredes que han perdido el friso, sucias y pintarrajeadas. Líneas de producción de Alcasa desmanteladas y convertidas en montones de chatarra y suciedad. Unidades inservibles, podridas, saqueadas y canibalizadas del Metrobús de Caracas, amontonadas en un estacionamiento en la estación de La Paz. Cementerios desvalijados, lápidas desaparecidas o rotas, la maleza tragándose todo. Escuelas –no sé si es posible llamarlas así– con huecos en los techos, baños infectos y poblados de alimañas. Canchas deportivas en las que los tableros y los sistemas de iluminación han sido derribados se oxidan, haciendo imposible cualquier uso en ellas. Calles de Tumeremo y Puerto Ordaz, simplemente desaparecidas debajo de las basuras. Módulos de lo que alguna vez fue Barrio Adentro, sin puertas, ni ventanas ni nada, lugares abandonados que usan grupos de delincuentes como refugio.

Listar la destrucción, aunque fuera de modo muy general, resultaría una tarea titánica. El estado de hospitales y centros de salud, escuelas, edificios públicos, la infraestructura de la industria petrolera y de las empresas en manos del Estado, teatros, instalaciones culturales y deportivas, aeropuertos, puertos, calles, carreteras y espacios públicos: nada, absolutamente nada escapa al deterioro y la destrucción. Ni siquiera la que fue una obra que enorgullecía al régimen, el Hospital Cardiológico Infantil Gilberto Rodríguez Ochoa se ha salvado del deterioro, la inoperancia, la falta de recursos, la plaga de la incompetencia.

¿Qué explica que el avance de la destrucción sea tan masivo, tan extendido y persistente? ¿Por qué se repite aquí y allá, sin pausa ni excepciones? Pero, sobre todo, ¿qué hay en la gestión del poder por parte del régimen, cuyo resultado neto y repetido hasta la saciedad, es la devastación?

Módulo de Barrio Adentro abandonado | Foto Provea

Mi sugerencia: hay una mentalidad, un modo de pensar el vínculo con los bienes públicos. Es una especie de idiosincrasia en la que actúan, al menos, seis fuerzas, que comentaré a continuación. La primera de ellas: el régimen okupa. Asalta y se apropia de los espacios y las instituciones. Las hace suyas. Comete desmanes, como si los bienes públicos estuviesen disponibles para el antojo, para poner en práctica el deseo de hacer-lo-que-me-da-la-gana.

La siguiente cuestión es que, en el fondo, no hay un plan constructivo, ni un pensamiento equivalente a una política pública. Entonces, ponen en funcionamiento la segunda fuerza: la de la improvisación. Es la mentalidad del todo vale. La de cualquier idea es válida si se diferencia de lo que existía y si cuenta con la aprobación del jefe. Solo eso. No importa su lógica, ni su viabilidad, ni si se cuentan con los recursos humanos y técnicos para hacerla posible.

Líneas de producción de Alcasa están siendo desmanteladas

La tercera fuerza de esta mentalidad se expresa en el verbo chapucear. Chávez y Maduro son campeones de la chapuza, del cualquier-cosa-es-suficiente, del no importa la calidad, ni el cuidado, ni el diseño, ni la eficacia, ni la durabilidad, ni el funcionamiento, ni mucho menos los resultados, porque de lo que se trata es de levantar un parapeto, una ficción para engañar a los ciudadanos. Al poder solo le interesa un armatoste de duración efímera –como las escuelas bolivarianas, como Barrio Adentro, como las misiones, como todos los proyectos– para anunciarlos y salir del paso, sin importar que su destino sea el derrumbe.

Ese impulso del cualquier-cosa-es-suficiente está en la semilla de la cuarta fuerza destructiva del régimen: que las instituciones sirven para cualquier cosa, o que cualquier incompetente puede ser designado en cualquier cargo (Motta Domínguez es un caso de ese abuso, mencionado hasta por los propios funcionarios del régimen). Quizás no haya un ejemplo de mayores consecuencias para Venezuela como lo ocurrido con Petróleos de Venezuela. Con un pito en la boca y en cadena nacional, Chávez ordenó el despido de casi 20.000 profesionales, técnicos experimentados y calificados, en abril de 2002. Ese día comenzó el derrumbe de la industria. Pero todavía faltaba otra decisión para terminar de hundir a Pdvsa en la corrupción y la pérdida de foco: ponerla a gestionar los programas sociales, que no eran otra cosa que gigantescas operaciones de enriquecimiento ilícito. Pervertir el uso de las personas –como la orden de que los empleados públicos deben asistir a las concentraciones políticas– y de las organizaciones, tal el cuarto factor de la mentalidad destructiva.

Pero a todas estas prácticas señaladas hasta aquí –okupar, improvisar, chapucear y pervertir– debo añadir otra que, contrario a lo que podría parecer, nada tiene de superficial: es la tendencia a afearlo todo. La destrucción aparece con una estética de la fealdad: sucia, abigarrada, chillona, plagada de frases absurdas, de referencias que son expresiones de la malignidad –como los ojos de Chávez o el lema “Patria o muerte”–. Esa fealdad, el quinto factor, es indisociable de la ruina, es uno de sus elementos constitutivos.

Y así llegamos al culmen de la cultura lumpen-okupa del chavismo-madurismo: la destrucción suele ser la antesala del robo y, al revés, el robo de los bienes públicos genera deterioro, ruina, abandono, suciedad. El robo de los bienes públicos no es solo el sexto procedimiento mental del impulso destructivo del régimen, es también su razón de ser, su interés exclusivo y  excluyente, la energía que anima sus estrategias y sus decisiones.