Belfast nos cuenta la historia blanda del llamado conflicto irlandés, despojándolo de cualquier veta inquietante y disonante, para conquistar el Oscar y más allá.
Es un filme blandito, casi un ejemplo del europudding británico en tiempos de Brexit, cuyo tono edulcorado y falto de compromiso lo hace perfecto para recibir el reconocimiento de la corona del Bafta.
De ser una película realmente nasty o incómoda, pues olvídenlo, los académicos fingirían ignorarla y a otra cosa.
Pero en ella se aplaude la corrección política de Kenneth Branagh, su estatus de venerable de los consensos qualités, su devenir en un realizador inofensivo del clasicismo.
La película narra una historia autobiográfica, según entendemos, del crecimiento de un niño adorable y con look de star system, en el medio de la guerra civil de Irlanda del Norte, bajo un estado de sitio, entre binario y descontextualizado.
Nada de profundizar en las razones y las consecuencias cruentas de la conflagración, porque el director anda más preocupado por conseguir likes y ganar preseas de élite, con su reparto de caras angelizadas del olimpo anglosajón, ante el Hollywood en fuga de Reino Unido.
El tema mereció en el pasado mejores traductores y títulos como The Hunger, Juego de Lágrimas y En el nombre del Padre.
Eran propuestas situadas de lleno en la historia, ofreciendo miradas inquietantes desde lugares enunciativos de la resistencia: un hombre en huelga de hambre por sus convicciones, un amor transgenérico imposible, una relación paternal que traumatizó de verdad a una familia irlandesa.
Ante ellas, Belfast elige embellecer y enmascarar en blanco y negro, justificando parte del ardid publicitario con homenajes a Ford y el western crepuscular de High Noon.
Por supuesto, no pidan al director más que el deleite nostálgico y melancólico de extrañar una era que ya no existe en salas, remembrando a Yo maté a Liberty Valance.
Por ende, Kenneth Branagh filma una 400 Golpes a destiempo, sin la garra contracultural y formal de Truffaut.
Un coming of age bélico algo tramposo y moralista, que prefiere relatarse a través del canon estilizado de Ida y Roma, a partir de la visión “inocente” de su niño protagonista, quien filtra por medio de los códigos de las tiras cómicas, en plan Thor, de los duelos de vaqueros y de las lecciones aprendidas en casa, de la mano de padres, abuelos y amigos de confianza.
En el pretérito, la tendencia albergó la denuncia neorrealista de Alemania Año Cero, la deconstrucción de El Tambor de Hojalata y la crudeza lírica de El Imperio del Sol.
En ellas, los chicos sufrían el inmenso extravío de guerras inútiles y brutales, que les provocaban el trauma, el enanismo congénito como metáfora del colectivo y la supervivencia alucinada. Quedaba, después de todo, espacio para la poesía y la compasión, pero nunca se pactaba con una solución tranquilizadora.
Por el contrario, Belfast concluye como empieza, en el color de una postal de Irlanda del Norte, que se propone como superación de un período de conflicto.
Una foto, la del pasado, con matones y sus víctimas, con gente buena y unos forajidos de una sola pieza.
Ahora el país es una visita turística, guiada por Google maps.
El colmo del estereotipo.
De ahí que Belfast, con su final feliz, colisione con la realidad actual de la invasión de Ucrania, a cargo de Putin.
Las imágenes horrendas de Kiev deparan una película cruenta en acción real, que es la de los desplazados y muertos injustamente en campo de batalla, producto de una ocupación salvaje, como de Segunda Guerra Mundial.
Esperemos que no sea un Kenneth Branagh el que la retrate, dentro de cinco décadas, de manera higiénica y mercadotécnica, cuando la distancia favorezca el borrado y la manipulación de la memoria.