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La memoria como derecho

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Tribunal de Nuremberg

Con riguroso formalismo, una señora vestida de impecable toga se sienta ante una pomposa sala de audiencia de juicio en la que las partes esperan ansiosamente su veredicto. Los litigantes le han dado los hechos narrados cuidadosamente y una serie de pruebas respaldan sus pretensiones. Son dos visiones, a veces antagónicas y pocas veces coincidentes de los acontecimientos que se juzgan. Esta escena, pareciera ser la fantasía que, sin darnos cuenta, todos hemos internalizado cuando pensamos en la existencia de una jueza rigurosa e infalible que tiene el suprapoder de evaluar íntegramente los acontecimientos de un determinado período y a partir de ahí, dar a cada quien lo que merece.

La escena a la que me refiero es probablemente lo que inconscientemente creemos que es el juicio de la historia, y por supuesto que esa jueza que dibujo en el relato es la historia misma, una especie de deidad extraordinaria que finalmente posiciona los hechos de forma incontrovertible, de modo que todos aceptan su veredicto como la verdad. ¿A cuántos líderes políticos, artistas o personas influyentes hemos escuchado decir que la historia les absolverá o que condenará tales hechos, en clara alusión a ese juicio metafísico y espontáneo que se supone que ocurre en algún recinto desconocido?

La historiadora norteamericana Joan Wallach no solo cuestiona que tal juicio exista, sino que además pone en duda que ese árbitro definitivo que está por encima de nuestra propia brújula moral logre que la verdad salga a la luz en el marco de un supuesto futuro redentor, eso sí, bajo la premisa de la superioridad ética del futuro sobre el pasado.

Las ideas de Wallach no son para nada abstractas, por el contrario, aportan un ámbito imprescindible de acción ciudadana, pues ese juicio histórico no es más que la narrativa producto de la acumulación, documentación y prueba de los hechos, lo que se traduce en un activismo comprometido. El veredicto no ocurre espontáneamente, sino a partir de la prueba precisa y continua de los hechos que van ocurriendo. Que hubiese sido de la memoria de los horrores cometidos por los nazis antes y durante la Segunda Guerra Mundial, si no se hubiese optado por un mecanismo de documentación de los hechos que condujeron a los juicios de Nuremberg y Tokio. Soy consciente de los cuestionamientos que esos procesos encarnan como aplicación de la justicia de vencedores sobre vencidos, pero no cabe duda alguna de su utilidad, las pruebas que ahí se presentaron dieron cuenta de abominables hechos que laceran brutalmente la consciencia humana, y son además el punto de partida de lo que hoy conocemos como justicia penal internacional.

En Venezuela se vive un momento estelar en la construcción de memoria. A pesar de los esfuerzos de la dictadura para desarticular y desmovilizar, hay un movimiento cívico de documentación de lo que ha venido ocurriendo en estos años de horror. Ningún esfuerzo es suficiente, ya que la hegemonía que intenta imponer la revolución, impide aún que algunos sectores se apropien de algunas temáticas, como por ejemplo de las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos que han ocurrido y que siguen ocurriendo en el país. Es aterrador que haya gente que descalifique los testimonios de las víctimas, las invisibilizan, y desestiman los hechos a partir de consignas prefabricadas desde el poder, como que son inventos de la derecha o que es una guerra contra la patria, entre otras fórmulas de propaganda. Sólo cuando son víctimas directas o indirectas caen en cuenta de que, además, han sido presas de la desinformación, el fanatismo y la falta de empatía, que tanto conviene a un modelo de Estado mafioso que impide la realización de los derechos más elementales.

La memoria, junto al acceso a la verdad y a la justicia, es en definitiva un derecho, un derecho que nadie nos va a conceder graciosamente, tiene que ser el producto del esfuerzo permanente y colectivo. No hay justicia posible sin documentación de los acontecimientos, y es ahí donde se impone la necesidad de memoria, que como decía el filósofo español Jorge Ruiz de Santaya: “Quien olvida su historia está condenado a repetirla”, frase que por cierto está a la entrada del bloque 4 del campo de concentración de Auschwitz, y que tal vez un día sea acuñada en la entrada de El Helicoide en Caracas.

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