No sé ustedes, pero yo me encuentro en ese momento de la vida en el que te das cuenta de que las generaciones que te precedieron están llegando al fin de su devenir vital.

Si analizo la situación, de una manera pragmática, es totalmente normal. Yo, particularmente, estoy próximo a cumplir los 53 años. Para los ojos de un observador más joven, soy casi un anciano. Sin embargo, aún conservo a mis dos padres.

Podría pensarse que es una situación privilegiada, pero la realidad es que, nos pongamos como nos pongamos y por muy mal que esto suene, vivimos más de lo que debemos. Así, sin anestesia. Y terminamos peor de lo que sería deseable. Puedo argumentarlo de un modo casi coherente. Mis padres, hace tres años, antes del maldito COVID y el encierro forzoso al que les condenó el infausto gobierno de Pedro Sánchez, se encontraban en un estado físico privilegiado. Aún viajaban, salían a la calle y se permitían tirarse tres meses en la playa, en el apartamento en Benidorm que compraron, con previsión, cuando aún no estaban en condiciones laborales de disfrutar de él.

Es verdad que mi padre cumplirá, si así lo manda el destino, 89 años y mi madre 86. Y también es cierto que han gozado de una vejez privilegiada; sin embargo, como la memoria es frágil y selectiva, lo que pesa en su ánimo son los tres últimos años de deterioro físico, de dependencia cada vez más extrema y de aburrimiento crónico, además de salud precaria. Lo pasado, pasado está y, aunque la gratitud de la memoria nos recuerde como fue, el presente es ahora.

Y todo esto me recuerda que, una vez que se extinga esta generación, morirá la memoria colectiva de un tiempo que ahora los planes educativos se empeñan en borrar. Morirán aquellos que todavía pueden dar testimonio real de lo que fue nuestra guerra civil, nuestra posguerra y los tiempos de la dictadura del general Franco. Los que vivieron la llegada de la democracia, la transición y los primeros años de la democracia siendo adultos, con todas las consecuencias; y solo quedaremos para opinar, para educar y para dar testimonio los que ya lo conocemos de segunda mano.

Y es una pérdida terrible, aparte del drama humano, porque vivimos en una etapa de tergiversación de la historia, para justificar una realidad que se apoya en mentiras o, en el mejor de los casos, en manipulaciones. Una etapa terrible en la que la historia se reescribe a conveniencia, en la que la educación está polarizada y en la que la política se ha profesionalizado.

Recuerdo, porque yo si viví aquellos años, los comienzos de la democracia. En aquella época, nuestros políticos eran estadistas, desde una u otra ideología. Personas que habían sabido lo que es ser perseguido en virtud de tus ideas, que se habían visto en una cárcel de Franco o en una checa de los republicanos y sabían lo que cuesta conquistar la libertad y los derechos como para jugar con ellos a conveniencia, para asegurarse un puesto que sacie sus deseos de poder y sus necesidades económicas.

Sinceramente, ver el debate de Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, una especie de pelea de gallos, una sarta de manipulaciones, de verdades a medias para ver quién la tiene más grande, sin hablar siquiera de una propuesta real para aliviar la situación de una ciudadanía cada vez más pobre, cada vez más desencantada y cada vez menos libre, casi me ha hecho añorar los tiempos en los que un político había pisado el barro, había trabajado en la empresa privada o había arriesgado su patrimonio emprendiendo, antes de decidirse a entrar en política para intentar enmendar todo aquello que sabía de primera mano que no funcionaba bien. Por no hablar de los que habían corrido delante de los grises o de los anarquistas en la segunda república.

Estos políticos que ahora nos desgobiernan, como ocurre con las generaciones que estamos quedando, solo saben de esa vida real por referencias. No saben lo que es cobrar una nómina o quedarse en paro, o perder su inversión en un negocio fallido o, por el contrario, invertir con acierto y crecer. Por eso son incapaces de empatizar y de pensar en las cosas del comer, en el bolsillo del ciudadano, en facilitar las cosas. Y han olvidado, o no han oído hablar siquiera, de la vocación de servicio que exige la política, ya que un político ha de ser, ni más ni menos, que un servidor del pueblo, desde el significado etimológico del propio vocablo en sí.

Por lo tanto, el panorama es desolador, ya que estos políticos, cuando dejen la política o los echemos de ella, no tienen donde volver, porque no vienen de ninguna parte y ese miedo, que es patente en épocas preelectorales, como esta, no les deja pensar en otra cosa que en mantenerse en su escaño. Lo de gestionar los asuntos públicos con acierto, lo dejan para mejor ocasión.

Créanme. En este tiempo dedicado a la información, al periodismo, he visto naves arder más allá de Orión; y he visto a políticos desnortados por no entrar en unas listas o no conseguir su escaño. Y no es un espectáculo bonito ni fácil de asimilar. Pueden girar la cabeza 360 grados como la niña del exorcista y vomitar sus bilis, antes de que algún otro político les rescate y les dé una consejería o una puesto en cualquiera de los muchos chiringuitos que, para tal efecto, han creado.

Miren, disto de ser un tecnócrata, pero creo que es deseable que un responsable público sepa en qué aguas se mueve. No creo en los filósofos como ministros de sanidad o en las cajeras dirigiendo el ministerio de igualdad. Igual, un presidente no tiene que saber de todo, incluso no tiene que saber de nada, pero si debe tener la capacidad de rodearse de un equipo eficaz, siempre y cuando su narcisismo no se lo impida. Y me da la impresión de que actualmente en España, Tanto Monta, Monta Tanto. Y ya no tenemos siquiera la memoria colectiva para recordarnos errores pasados y no volver a caer en ellos.

Así pues, la suerte está casi echada. La moneda está en el aire, pero me parece que esta moneda, como la de los tahúres, tiene dos cruces.

No esperen que salga cara.

@elvillano1970


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