Siempre me preguntan cuál ha sido la mejor comida de mi vida, bueno, hoy les voy a responder y les voy a echar un cuento.
Tendría yo unos catorce años y vivíamos en Villa de Cura, estado Aragua. Fue un final de infancia y un comienzo de adolescencia muy particular. Habíamos ido a parar allá por razones económicas y vivíamos en la calle Páez N° 13, en una casa grandísima que Vinicio Jaén, amigo de mi padre, le prestó.
Para un niño que se hacía adolescente, la idea de irnos de Caracas a un pueblo en el interior del país no era muy buena opción que digamos, pero, ¡oh, sorpresa!, la estadía en Villa de Cura marcó, para bien, nuestra existencia. Allí, estudié parte de mi bachillerato en el Liceo Alberto Smith, en donde pasé años muy divertidos.
En la casa no teníamos ni televisor ni teléfono y creo que en esa época la palabra computadora todavía no existía. Pero, fíjense qué curioso, éramos inmensamente felices y nunca tuvimos tiempo de aburrirnos.
Mi papá trabajaba en Caracas y regresaba al pueblo los viernes. Él nos decía, con razón, que nosotros éramos millonarios, lo que no teníamos era dinero. Mi madre (excelente cocinera, aún lo es a pesar de los cien años que lleva a cuesta) estaba siempre con un presupuesto al borde de la quiebra, pero jamás dejó de consentirnos con riquísimos y creativos platos cuyos ingredientes nadie sabía de dónde salían.
Con papá, íbamos a pasear en la camioneta de su amigo Vinicio a los ríos cercanos y gozábamos un puyero. Lo cierto es que en casa nunca hubo bienes materiales tangibles, pero todos los días comíamos muy sabroso y nos divertíamos. Nadie se quedó sin estudiar y, sobre todo, éramos felices.
Un día, un grupo de muchachos del liceo (éramos cinco amigos inseparables) decidimos ir de excursión a un río que queda cerca de San Juan de los Morros. Viajamos en un autobús que iba de Villa de Cura a San Juan de los Morros y el pasaje costaba un bolívar. El sitio, bellísimo, era conocido con el nombre de Pozo Azul. Allí estuvimos como hasta las 3:00 de la tarde, por supuesto, con permiso de nuestros padres.
Cuando salimos a la carretera para esperar el transporte de regreso, nos quedamos maravillados. Frente a nosotros estaban los imponentes Morros de San Juan. Engañosamente los veíamos cerquita y vainas de muchachos, decidimos ir hacia ellos a pesar de la hora.
Nos adentramos por el monte y caminamos, caminamos y caminamos, pero nada que llegábamos a los Morros. Se hacía ya muy tarde, amenazaba con llover y nosotros, en ese monte alejados de todas partes, nos sentimos perdidos.
Con el último rayo de luz, comenzó un aguacero tipo tormenta. Empapados, nos guarecimos en la pata de un árbol. No quedaba más remedio que quedarnos allí, asustados toda la noche, pasando frío y hambre. Solo pensábamos en nuestros hogares y en nuestras familias que a esas alturas estarían preocupadísimas. Pasamos una noche miserable que se hizo eterna.
Con los primeros rayos del sol decidimos partir para regresar hacia la carretera. Teníamos mucha hambre. Como a la hora de estar caminando, nos llegó el inequívoco olor de café recién colado.
A lo lejos, vimos un ranchito de bahareque, de allí venía aquel exquisito olor a café y a leña. Sin pensarlo, nos dirigimos hasta allá y nos encontramos con una señora que vivía en aquel lugar. Le contamos lo que nos pasó y la buena mujer, como si fuera la mamá de todos, nos preguntó:
—¿Quieren desayunar?
—¡Siiiiii…! –respondimos desesperados.
—Pero, muchachos, lo único que tengo es esto.
Y nos enseñó unas hallaquitas que guindaban con un pabilo del techo. Arrancó varias de ellas, ralló un poquito de queso blanco y nos dio una taza de guarapo calientico a cada uno.
No tengo manera de describir el momento tan agradable que pasamos y lo delicioso que resultó ser el sabor de esa comida que, acompañada por el amor de aquel ángel salvador disfrazado de amable señora, parecía ser un sueño.
He tenido la suerte de comer en los mejores restaurantes de Venezuela y de otras partes del mundo, pero en ninguno he encontrado el sabor que esa señora le puso a sus hallaquitas con queso blanco y al café de guarapo.
Definitivamente, la mejor comida de mi vida.
@claudionazoa