Desde el instante en que la OEA adopta la Carta Democrática Interamericana, en 2001, nacida de una desviación inédita hasta entonces, la de un gobernante –Alberto Fujimori, de Perú– quien contando con legitimidad de origen destruye los componentes del ejercicio democrático, hago seguimiento cuidadoso a esa y otras experiencias similares que sobrevienen en la región.
Lo relevante, más allá de las reflexiones teóricas y especulativas, políticas y jurídicas, que alcanzo a verter en distintos libros –El derecho a la democracia (2008), La democracia del siglo XXI y el final de los Estados (2009), Digesto de la democracia (2014), Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (2018)– es algo todavía más grave que lo señalado o el manido desencanto sobre la democracia que revelan encuestas de opinión, no pocas contaminadas con el sesgo ideológico de sus autores.
La cuestión de fondo y que más habría de preocupar, tal como lo aprecio, es la expansión de la mediocridad democrática.
Los llamados a reconstituir las fortalezas de la experiencia de una libertad profunda y responsable, que significa asumir a la democracia como forma de vida y estado del espíritu, como derecho totalizante del conjunto de los derechos derivados de la dignidad de la persona humana: el derecho humano a la democracia, hoy se bastan con aceptar la fatalidad del desencanto. Y así, reducen lo democrático a una jornada personal de envite y azar o al asistencialismo que sea capaz de sosegar los encrespamientos del ánimo popular. Nada más.
Que a la democracia se la reduzca a lo instrumental como en el pasado, a método para la selección de cargos y repartición de canonjías entre quienes son profesionales de las candidaturas, o que se la imagine como algo más sustantivo y por lograr, lo cierto es que los políticos de «usa y tire», los de esta hora,lamentablemente suman sus entusiasmos a la tesis que ha conspirado contra la efectividad de la Carta Democrática, reduciéndola a decálogo despropósitos morales.
El debate sobre la democracia se ha estancado. No lo revierte el teatro o el espectáculo que cada año conmemora su día internacional, en un cenáculo que, como la ONU, lo integran una mayoría determinante de satrapías. Así ha sido desde que, a partir de 1990, el Foro de Sao Paulo decide avanzar hacia el poder por la vía electoral para quedarse en el poder y luego modificar las reglas electorales controlando, vía procesos constituyentes, a los jueces y asegurándose el “derecho humano a las reelecciones” de sus miembros.
Desde entonces solo se habla y sólo se ocupan los observatorios internacionales de especular sobre las olas electorales, acerca de las misiones de verificación electoral, asegurar que los más –pero no todos– compitan,para “legitimar” verdaderos simulacros; incluidos los presos políticos, a quienes se les concede la libertad con la condición de que participen electoralmente. No reparan aquellos, siquiera por un instante, en ese otro dato trágico de la experiencia recorrida: Cada vez más se celebran elecciones y, en la misma medida, en igual o mayor proporción, mientras más se elige más se desinfla la experiencia democrática profunda, hasta desaparecer.
Quien se ocupe de revisar los farragosos documentos del Grupo de Puebla, de la ONU-2030, e incluso los del Gran Reinicio de Davos –desde la izquierda ahora progre y globalista hasta la derecha desregulada y globalizadora– podrá constatar que todos abordan los grandes temas de actualidad. A la vez, todos a uno obvian considerar dentro de sus agendas la cuestión democrática, dentro de la tríada que esta forma con el Estado constitucional de Derecho y la tutela efectiva de los derechos humanos. ¡Es como si hubiesen encontrado la fórmula para resolver sobre los derechos, al margen de la misma democracia y de la garantía de la ley!
El Salvador es el ejemplo paradigmático de lo anterior, no tanto la sufriente Nicaragua; pues si acaso la pareja Ortega-Murillo le hubiese hecho caso a los señores Josep Borrell y Rodríguez Zapatero repitiendo los pasos de Maduro en Venezuela, ningún ruido hubiese afectado a su “autoritarismo electivo”; que así califican los escribanos y académicos sibilinos del progresismo latinoamericano a estas feroces dictaduras del siglo XXI.
En suma, cuando en 1959, enfrentando a las dictaduras militares los gobiernos democráticos de la región se empeñan en tener elecciones libres y gobernantes civiles, los hombres de Estado de la época, con cabezas bien amobladas, ajenos a la tentación utilitaria, cultores de la ética democrática, mientras crean a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos aclaran desde Santiago de Chile que no hay democracia solo con elecciones. Se requiere, de modo vertebral, de su ejercicio efectivo, que es separación de poderes, proscripción en la perpetuación del poder, tutela judicial de los derechos humanos, condiciones justas y humanas de vida para el pueblo, entre otras.
En reciente fecha y enhorabuena, la Corte Interamericana de Derechos Humanos abordó con fuerza pedagógica ejemplarizante la cuestión democrática. Lo hizo a propósito de su afirmación sobre el atentado que significan las reelecciones indefinidas. Desafió, así, la abulia cómplice del Consejo Permanente de la OEA cuando de asegurar a las democracias se trata. Estimó a la Carta Democrática, sin dejar margen para la duda, de jurídicamente vinculante.
En fin o en suma, los gobiernos americanos, incluida la Cancillería europea, condenan a Nicaragua por lo ya dicho, pero se cuidan de no atropellar con igual fuerza a Venezuela; tanto como la Comisión Interamericana arrastra los pies cuando se le demanda escuchar y dar satisfacción oportuna a las denuncias de las víctimas de los “autoritarismos” imperantes en el continente. Les exige tener paciencia, esperar que pasen los lustros y hasta una década, para que no perturben el quehacer de los artesanos de nuestra mediocridad democrática.
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