El estado Miranda parece tocado por alguna ráfaga incógnita de maldad. ¿Será porque lleva el apellido del generalísimo? ¿Será por el tan trágico final del estupendo caraqueño, apegado con denuedo a los conceptos franceses de humanidad y libertad decimonónicas? No lo sé. No creo en pavas. Pero por aquí sostienen, día a día, que vuelan porque vuelan.

Un muy somero acercamiento sobre las «figuras» de los gobernadores mirandinos permite apreciar apropiadamente lo reñidos con el pensamiento de Francisco de Miranda que resultan quienes han estado a cargo de la mencionada gobernación. Algo extraño hay.

Los agrupo de a dos, por colores. Los rojos; vale decir: Héctor Rodríguez y Diosdado Cabello y los púrpuras (un color más eclesiástico que el verde): Enrique Mendoza y Henrique Capriles. Dos (H)Enriques, raro. Al mezclarlos resulta, con un toquecito apenas de otro tono amarillento, un grueso marrón repulsivo a la vista; a cualquier sentido. Pero así andan estos malhadados tiempos. A Arnaldo Arocha, un señor verde de verdad, no quiero llegar, porque no le corresponde este oscurísimo momento trágico de nuestra Venezuela.

Al actual, Héctor Rodríguez, el juvenil (cada día menos) sucesor en el control de su partido, el tiempo se le ha ido en negociaciones políticas nacionales, ocultas, perversas, en dejar pasar el covid-19 por Miranda, como si nada y en tratar de imponer dos absurdidades: la compra de comida y otros bienes con el terminal de la cédula y tratar de echarle mano a los recursos tanto como al control de las personas en los condominios de todo el estado.

Diosdado, el supuestamente segundo en su partido (no debería aclarar que es el PSUV), pasó por acá como un huracán arrancador de todo, de raíz. Dicen que en eso cifra buena parte de su fortuna. Nada tiene Miranda que agradecerle. Tanto así era el desagrado de los ciudadanos que terminaron barriéndolo en segundas elecciones, a pesar del control del régimen sobre todo el país. Los dos rojos integran el clan tiránico, son secuaces, cómplices, de todos los desmanes cometidos por la tiranía roja, por más que Rodríguez quiera establecer distancia que lo desmarque.

Los púrpura mueven entre furia y lástima. Uno era la promesa de la libertad con su pegajosa musiquita de «hay un camino» que no pasó ni por trocha (Capriles, se entiende. ¿Me siguen?). De Miranda a la presidencia decían. Experto en cacerolas y bailantas celebratorias en medio de la tragedia. Mendoza parecía respetable. Perdió arrollado por la «furia roja». Estos dos últimos, los púrpuras, yacían ocultos, donde han debido quedarse. Hubiéramos conservado por ellos algún destello de conmiseración. Pero no. Salieron a aliarse en pro de la fraudulenta «elección» decembrina. Se mezclaron para el marrón de la cohabitación con el régimen. Ni Miranda ni el país se los perdonarán. Es unirse a proteger sádicos, ladrones, narcos, tiranos, torturadores, perseguidores, asesinos, apresadores, terroristas…

Estaba pensando en mudarme de Miranda. Pero no. No creo en mavitas. El problema es más bien personal de ellos y su conciencia, de ellos y sus «negociaciones». Y sé que nos libraremos de esta tragedia, sin cargar en hombros el fardo de los entregados a negociar «algo» con tiranos sin escrúpulos. Ellos quedarán por fuera del país renovado que necesariamente vendrá, con esfuerzo, mucho, pero vendrá.


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