OPINIÓN

La máscara del coronavirus

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

Avanzo algunos párrafos de mi libro en edición Crónicas de Facundo, Bajo la usurpación de Nicolás Maduro (EJV, 2020). El miedo otra vez hace cuna entre nosotros por obra de una pandemia global de origen chino. Se suma a las pandemias anteriores y recientes, las culturales y las políticas que han significado la disolución de las seguridades modernas y el ingreso -diría Zigmunt Bauman- a la “modernidad liquida”.

Todo se mueve y vuelve informe. Todo se hace frágil y sin direcciones ciertas desde 1989. ¡Y cómo que nos hacen falta esas seguridades mínimas para enfrentar esta amenaza de muerte viral, el coronavirus, dilapidadas en el altar de lo relativo!

Cuando se derriba el muro de Berlín los marxistas no se van a Marte. Se cuelan por entre los intersticios occidentales y ocupan sus subterráneos para en venganza diluir los sólidos nuestros. Celebran la destrucción de las Torres Gemelas y después avanzan sobre la Iglesia de San Pedro, los íconos.

Dejarnos sin muros civilizatorios, relajar nuestras inmunidades morales como fracturar nuestras texturas asociativas ha sido el medio para favorecer que la violencia – islámica, la de las retículas que alegan razones de diferenciación étnico-racial o de género y se desprenden de los declinantes “estados de bandera”, y la china – atice los muchos miedos que a todos nos envuelven en la hora. Ellos paralizan y luego nos tornan indiferentes y resignados. Aceptar “la muerte de Dios” como en Zaratustra, que recrea al Papa jubilado, es el desiderátum.

Y viene al dedo para el despropósito la bondad multiplicadora de las plataformas digitales. Emergen el mismo año en que declina el socialismo real. Nace así, del maridaje, el mundo de la posverdad y el “posestado”.

Papa Francisco al apenas finalizar el año 2019, ante la Curia Romana que vela por los soportes de la civilización judeocristiana vigente ya 3.500 años, dice que “vivir es cambiar”. Ajusta que “no estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época”, signada por un reclamo: que la “memoria” sea dinámica y no termine siendo custodia de cenizas puesto que “no estamos más en la cristiandad”. Son sus palabras.

El no saber ahora dónde estamos, hacia donde vamos, con quién contamos, es el verdadero virus que nos enferma de gravedad y empeora la pandemia en curso. Es el miedo, es el pánico, la sensación de haber perdido todos a las seguridades todas.

Según el Papa emérito Joseph Ratzinger “la seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y dignidad no puede venir de sistemas técnicos de control, sino que sólo puede surgir de la fuerza moral del hombre”, de su vuelta a la razón práctica o iluminada, contenedora de lo animal e instintivo. “Donde ésta falte o no sea suficiente, el poder que el hombre tiene se transformará cada vez más en un poder de destrucción”, argumenta en 2005, acaso mirando sobre el presente coronavirus y más allá de su circunstancia, transcurrida una generación.

De lo que se trata, entonces, es de asumir con coraje que la fuente del miedo actual, cuya máscara lo personaliza y proyecta como en el antiguo teatro griego, tiene rostro cierto y ésta lo oculta.

Luego de la caída de la Cortina de Hierro hace exactamente treinta años ocurre un quiebre civilizatorio que deja atrás tanto a los polos imperiales del mundo como a los espacios geográficos de los Estados. Son trastornados los fundamentos del Derecho internacional y constitucional una vez como abre sus compuertas la sociedad digital e impone el inédito ecosistema que nos envuelve, la llamada cuarta o quinta revolución industrial que predica la libertad de ataduras y el derrumbe incluso de los tejidos humanos y culturales. Coinciden con su visual, utilitariamente y como cabe admitirlo, los huérfanos de la Cortina de Hierro.

La máscara muestra a la persona y es la que causa el miedo. Oculta lo real y lo trastorna. Es, a modo de ejemplo, la máscara del Joker, esa que endosan quienes destruyen a mansalva e indiscriminadamente por nuestras calles justificándose en sus indignaciones compartidas, ocultando miedos y orfandades individuales. Es el rostro final que cabe descubrir y mirar a los ojos acaso mirándonos en los nuestros, para perder el miedo y derrotarlo.

La máscara esta vez es el coronavirus. Tras ella el miedo que oculta es la falta de esas seguridades que nos diera la modernidad, el olvido de nuestras formas de organizarnos y saber protegernos ante cualquier eventualidad, criminal o natural, y también política.

Occidente decidió avergonzarse de sus raíces –lo afirma Ratzinger ante los parlamentos italiano y alemán tiempo antes de su renuncia– y se descubre enseguida omisivo y titubeante ante la pandemia como parece intuirlo la Organización Mundial de la Salud. La gente, como en el mundo primitivo, apuesta a las estaciones, ve las cuarentenas medievales, juega al azar habiendo dado a Dios ha muerto o por desconocerlo.

“Matamos a Dios y hoy estamos tratando de revivirlo como la única fuerza capaz de renovarnos espiritualmente y de resolver los problemas. Matamos a Dios y las posesiones materiales y el estatus y el poder se convirtieron en la razón de ser de los seres humanos”, leo cuanto escribe un periodista en Los rostros del miedo describiendo a la Medellín de Pablo Escobar, en 2003, pasados casi tres lustros desde el final del comunismo.

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