Lo que hoy amenaza al patrimonio intelectual de los occidentales, hijos de la civilización judeocristiana y grecolatina, es “una concepción mal definida o no definida para nada de libertad”. Antes que salvarla, como canon en permanente elaboración, con base en los valores propios de la misma y que se consideran universales, irrenunciables, completos, pues trasponen a las circunstancias de la historia, nos viene conduciendo “a un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil para la libertad”. Esto lo refiere con pertinencia el Papa Emérito, Joseph Ratzinger.
Los ejemplos vienen al dedo, partiendo de la cuestión de la no discriminación, como el dilema presente entre la libertad de la mujer para disponer de su cuerpo y la pérdida de libertad de quien tiene derecho a vivir y está por nacer. No se acepta siquiera, bajo la perspectiva que emerge y busca imponerse, una prueba de balance entre derechos opuestos y a la luz de la dignidad inmanente de la persona.
El Emérito deja sobre la mesa un ejercicio elemental sobre lo que se quiere asumir esta vez como principio que nos lleva hacia el precipicio: En la hora actual, dice, “[l]a capacidad del hombre consiste en su capacidad de acción. Lo que se sabe hacer, se puede hacer. Ya no existe un saber hacer separado del poder hacer, porque estaría en contra de la libertad, que es el valor supremo”, arguye. Pero lo deducible de esa premisa, agrega, es que “el hombre sabe hacer muchas cosas, y sabe hacer cada vez más cosas; y si este saber hacer no encuentra su medida en una norma moral [pues Dios ha muerto, según se afirma], se convierte, como ya lo podemos ver, en poder de destrucción”.
El caso es que “al final hasta el terrorismo se basa en esta modalidad de «auto autorización» del hombre, y no en las enseñanzas del Corán”, recuerda Ratzinger. Pues bien, empujados por este relato prometeico y hasta mesiánico, que privilegia a la voluntad humana arbitraria desasida de toda referencia ética, en pleno siglo XXI vienen haciendo de las suyas quienes dominan en Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y hasta en El Salvador.
El predecesor de Benedicto XVI, san Juan Pablo II, artesano de los eventos ocurridos a partir de 1989, que marcan el final del comunismo y abren las compuertas de la globalización, en el parlamento italiano, en 2005, ante sus miembros recrea su carta encíclica Veritatis splendor para prevenirlos, justamente, contra el «riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral”.
Invocando su encíclica Centesimus annus les dice que, si no existe ninguna verdad última que guíe y oriente la acción política, «las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como lo demuestra la historia», arguye. Obviamente, se refiere a la historia de Occidente.
Se dirá, en suma, sobre el sentido de esta digresión intelectual, pero no es otra que un otear sobre la racionalidad práctica a fin de entender, cuando menos, la negociación de la democracia en Colombia con el narcotráfico, que, antes que garantizarle la paz, atiza hoy la disolución de sus lazos sociales y políticos; seguidamente, en México, la negociación de la oposición “democrática” con el régimen del mal absoluto reinante en Venezuela, coludido con el narcoterrorismo global; en fin, la capitulación de Occidente ante el terrorismo talibán en Afganistán y su decisión, junto a Naciones Unidas, de negociar aquél un modus vivendi.
Lo anterior, cabe subrayarlo, ocurre sobre la coincidencia nada casual en las agendas globales que han adoptado para sus tareas el Grupo de Puebla, causahabiente del Foro de Sao Paulo, el Programa de Desarrollo Sostenible de la ONU-2030, y el Foro de Davos para su Gran Reinicio. Todas a uno trasladan al baúl de la historia las diferencias entre el capitalismo y el socialismo marxista, o entre las derechas e izquierdas. Omiten, eso sí, cualquier referencia al centrismo funcional judeocristiano y al patrimonio liberal renacido con la Segunda Guerra del siglo XX luego del Holocausto. La tríada que de allí nace y sus predicados, o se los silencia o se los vuelve instrumentales: la democracia, el Estado de Derecho, los derechos humanos, es decir, “todos” los derechos para “todas” las personas.
Se explica así, y solo así, que haciendo parte Venezuela de aquella tradición y como presa actual de las corrientes globalistas, sus élites culturales y políticas se hayan deslizado progresivamente hacia un plano conductual de relativismo y deconstrucción en el que no caben las estimativas. La relación y valoración entre medios y fines legítimos, si se trata de acceder al poder y para sostenerlo o compartirlo, como premisa, han saltado por los aires.
La pugna planteada para lo inmediato y sucesivo es, en lo concreto, entre el extremo de los universales de la milenaria cultura que nos acompaña hasta ahora y -antes que la diversidad de los particulares- la dispersión, la diferenciación exponencial, la atomización cultural, religiosa, social, política, personal. Es el odre de una forma de “convivencia civil” en un Occidente descristianizado, que niega la pertenencia de todos al mismo género humano y se avergüenza de sus raíces.
En otras palabras, que son las del fallecido cardenal Henry Newman, se pretende sugerir que la unidad de todos, o el nosotros, elimina el sentido de la conciencia; cuando en el fondo es la conciencia el único salvavidas contra la arbitrariedad del aislamiento individual.
La libertad de conciencia no llega al punto de permitírsenos liberarnos de la conciencia. “Es la conciencia una vía mediante la que, cada cual, se reafirma en su subjetividad a la vez que le sirve de vía para atenerse a la verdad objetiva”, refiere este prelado inglés, un anglicano que se convierte al cristianismo.
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