Cuando Simón Alberto Consalvi llamó a Elías Pérez Borjas para preguntarle si podía dirigir el teatro (Fundación) Teresa Carreño, el recordado gerente cultural le respondió: “claro que sí, Simón Alberto. Yo puedo ser hasta presidente de la República, lo que pasa es que no me han llamado”. Evidentemente fue una respuesta con divertida sorna la Elías, cuya gestión fue la mejor de la mejor época del Coso de Los Caobos.
En una ocasión en la sala Ríos Reyna del mismo teatro, en el palco de la fundación (Teresa Carreño) habían sido ocupados los puestos de tres invitadas especiales: Sofía Ímber, Margot Benacerraf y María Teresa Castillo, quienes entonces ocuparon otros asientos, sin quejas ni preocupación ninguna. El guía de sala amablemente intentaba explicar la situación a las tres damas, cuando de pronto Ratzhil Izaguirre, director de iluminación, advierte lo que ocurría y resolvió aquello diciendo: “dejémoslas donde están, no pasa nada. No podemos levantarlas de allí, ellas son tres instituciones. Resolvamos de otro modo”.
Cuando yo mismo en ejercicio del derecho por allá en 1990, en visita a la dirección de prisiones del extinto Ministerio de Justicia, un funcionario me dijo que no podía usar tal o cual ascensor, le pregunté por qué, y aduje tener una cita, que me estaban esperando. Amablemente me indicó: “ese ascensor es para las personalidades”. A lo que raudo y veloz respondí: “pues yo soy una personalidad”, e ingresé sin problema alguno, luego de dar las gracias y desear los buenos días.
Vienen a cuento estas pequeñas anécdotas, a propósito de una verdaderamente relevante, llena de valentía y arrojo, de profunda convicción del sentido de la libertad, de la hidalguía y especialmente de la certeza de cuando se es inocente ante todo el mundo, y especialmente ante un régimen que no se cansa de violentar los derechos humanos, encarcelar a todo aquel que piensa distinto y además, patea a cada rato lo que nos queda de Estado de Derecho.
Me refiero al testimonio de su abogado, doctor Joel García, quien ha hecho público un episodio ocurrido en la reciente audiencia del absurdo juicio que se le sigue al diputado Juan Requesens. Nos cuenta el letrado: “Mientras declaraba (Juan Requesens) fue increpado por la Juez a que reconociera la «majestad del tribunal», a lo que respondió: Con gusto reconociera la majestad de este espacio, si usted reconociera la investidura que yo represento, investidura que obtuve por la soberanía popular».
Insisto, lejos de desprestigiarlo, de hacer mella en su afán libertario, de hollar en su integridad ciudadana y personal, de disminuirlo en su firme convicción democrática, de horadar su bizarra juventud, la peste chavista solo ha logrado enaltecer, aún más, la figura del malogrado diputado, otra víctima más de la aberración en que han convertido la administración de justicia en Venezuela.
Se trata de un diputado legítimo confinado (desde antes de la pandemia) a una mazmorra militar, por supuestos delitos que no ha cometido. Imposible probar lo que no ha ocurrido, por eso se habla de “presuntos” y “supuestos”. Lo que no está en el expediente, no existe. El joven parlamentario, aunque se halla en libertad condicional, debe salir en libertad u obtener libertad plena, por la sencilla razón de que no ha delinquido. Su pecado está en ser líder opositor, su delito tener firmeza en sus convicciones democráticas, su yerro el afán libertario a toda prueba. Por dicha tiene una familia amorosa y comprometida con los valores democráticos que lo sostienen en este proceloso momento.
De que la justicia es violada también con antiguas y nuevas formas de opresión que derivan de la restricción de los derechos individuales, tanto en las represiones del poder político como en la violencia de las reacciones privadas, hasta el límite extremo de las condiciones elementales de la integridad personal. Son bien conocidos los casos de torturas, especialmente contra los prisioneros políticos, a los cuales se les deniega muchas veces, incluso un proceso normal o que se ven sometidos a arbitrariedades en el desarrollo del juicio.
Dentro de la libertad integral que posee la persona humana, debe entrar de una manera especialísima la libertad de conciencia, pues el misterio de la trascendencia late incesantemente en el corazón del hombre y es ese misterio, acicate hacia la perfección total.
El hombre debe, conforme con la verdad y la justicia, gozar de su dignidad responsable, no movido por coacciones, sino guiado por la conciencia del deber. En esto está clarísimo el diputado Requesens cuando absoluta firmeza le respondió al verdugo del modo que ha quedado dicho.
Abrazo la certeza de que llegará el día del juicio, todos entrarán a la sala dispuesta, la justicia terrena juzgará sus crímenes, se oirán gritos y consignas, otros callarán sus penas y sus culpas, la justicia y los letrados harán su trabajo, quizá reos condenados por sus fechorías lloren o se burlen al escuchar la sentencia. Comenzará la reconstrucción.
Paul Magnaud fue conocido a finales del siglo XIX como el «buen juez» por sus especiales sentencias, siempre dictadas individualizando las penas y basadas en la equidad más que en la rígida legislación de la época. Magnaud llegó a sorprender al mundo y se hizo famoso como el magistrado íntegro y piadoso, por ser un buen juez.
Hoy en Venezuela, por desdicha, no hay jueces o muy pocos los que se encuentran como Paul Magnaud. Si la justicia es, según Ulpiano, “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su propio derecho” (Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi), en mi país estamos lejos de la materialización de ese concepto.
En su afán por continuar asidos al poder, atornillados a sus sillas y presupuestos de cajas chicas y grandes, alarmados ante la posibilidad de ser procesados y juzgados por una justicia verdadera, seguirán inventando golpes, invasiones y magnicidios los mismos que pontificaban sobre la salud del enfermo terminal más sano del mundo.
Ya llegará la hora en que podamos hablar de heroísmo sin delito, de gloria sin sangre y de victoria sin lágrimas.
En eso confío.