El pasado mes de noviembre, la Comisión Europea propuso una reforma radical del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la Unión Europea. El debate que siguió -y la propuesta actualizada que difundió la Comisión en abril- revelaron que, a pesar del progreso que ha hecho la UE a la hora de diseñar políticas comunes en los últimos años, todavía prevalece la desconfianza.
Tal como estaba formulada originalmente, la legislación propuesta de la Comisión reemplazaría los límites rígidos sobre la deuda pública y los déficits fiscales por objetivos de reducción de la deuda específicos por país (determinados por un análisis de sostenibilidad de la deuda) y planes fiscales de mediano plazo a nivel nacional. El monitoreo estaría basado en una “senda de gasto” simple -que vincule los límites del gasto neto anual, excluyendo los pagos de intereses y con un ajuste según las variaciones de los ciclos comerciales- y se fortalecería el cumplimiento.
La propuesta no convenció ni a Alemania ni a Italia. Alemania temía que el nuevo sistema le diera a la Comisión demasiada discreción sobre los objetivos de reducción de deuda, tornándolos susceptibles a las presiones políticas. Italia temía que los análisis de sostenibilidad de la deuda generaran volatilidad en el mercado de deuda soberana, y prefirió adherir a un sistema que había sido tan rígido en principio que terminó siendo flexible en términos reales.
Alemania luego presentó una contrapropuesta, que la Comisión Europea parece haber aceptado. La nueva iteración del plan de reforma de la Comisión, dada a conocer en abril, incluye varias “salvaguardas” adicionales contra un exceso de deuda. Más importante, exige que los países con déficits superiores al 3% del PIB reduzcan su deuda al menos 0,5% por año, más allá de los resultados de su análisis de sostenibilidad de la deuda.
La nueva propuesta también exigiría que el ratio de deuda se reduzca dentro de un período de ajuste de 4-7 años -nuevamente, más allá de lo que diga el análisis de sostenibilidad de la deuda-. Este es un requerimiento difícil de cumplir, no sólo para Italia y Grecia, sino también para Francia y España.
La incorporación de estos requerimientos frustra toda la propuesta de diseñar un nuevo marco. La propuesta de noviembre de la Comisión se basaba en el reconocimiento de que alcanzar una sostenibilidad de la deuda es complicado y que diseñar un plan de reducción de deuda efectivo exige un diálogo con las autoridades nacionales.
Ninguno de los pilares del marco fiscal que la Comisión contemplaba el pasado noviembre se basa en ciencia dura. Los análisis de sostenibilidad de la deuda, si bien imperfectos, son una herramienta importante para determinar qué camino de ajuste fiscal es realista. Y los planes fiscales de mediano plazo ofrecen una base para discusiones constructivas entre los gobiernos nacionales y la UE.
En conjunto, estos componentes ayudan a los responsables de las políticas a organizar toda la información relevante concerniente al crecimiento económico, las condiciones financieras, la inflación y demás, y establecen estrategias viables que se pueden ajustar en respuesta a las circunstancias cambiantes. Es la diferencia entre hacer pronósticos explícitos, que difícilmente sean precisos en un contexto incierto, y diseñar escenarios factibles, como los que guían las decisiones de los bancos centrales sobre las tasas de interés.
En definitiva, el plan original de la Comisión establecía un marco en el que un idioma y una estrategia común le permitirían a un gobierno nacional defender sus políticas, y la Comisión Europea luego podía cuestionar los argumentos del gobierno. Es algo infinitamente mejor que fijar metas arbitrarias, que pierden todo sentido cuando los países no pueden cumplirlas.
De hecho, como hemos aprendido en las dos últimas décadas, las reglas rígidas que no logran adaptarse a las circunstancias cambiantes perjudican a los países que intentar seguirlas o son violadas sistemáticamente, lo que mina la credibilidad del organismo que fija las reglas. Lo último que necesita Europa es revivir el juego de “culpar a Bruselas” que alguna vez amenazó la supervivencia de la UE.
Esto no quiere decir que no debería haber reglas a nivel de la UE que gobiernen las finanzas públicas de los países miembro. Efectivamente, eliminar esas reglas les garantizaría a los gobiernos una plena responsabilidad sobre sus planes fiscales, eliminando la necesidad de negociaciones ex ante complejas entre la UE y sus estados miembro. Pero también dejaría al mercado como el único ejecutor de la disciplina fiscal -una receta para la inestabilidad-. La UE ya no tendría el poder de prevenir las crisis; solo podría gestionarlas una vez que estallasen -un proceso que exigiría negociaciones políticas complejas.
La propuesta original de la Comisión Europea conlleva algunos riesgos, arraigados en su falta de transparencia y consistencia. Pero en lo que concierne a reconciliar los imperativos de respetar la soberanía nacional por sobre las finanzas públicas y garantizar la estabilidad en una zona económica integrada, no existe una fórmula mágica. La solución que la Comisión propuso en noviembre es más prometedora que la versión que propuso en abril.
Europa no está sola en la lucha por cumplir con sus propias reglas fiscales. En Estados Unidos, después de muchas maniobras políticas, los funcionarios de la Casa Blanca y los legisladores lograron alcanzar un acuerdo de último minuto para aumentar el límite de deuda durante dos años. Pero las causas de la crisis están lejos de estar resueltas. Por el contrario, las confrontaciones por el techo de deuda se han convertido en una suerte de ritual político en Estados Unidos, lo que pone de manifiesto tanto los efectos desestabilizadores de una polarización profunda como la insustentabilidad de un marco fiscal que no se adapta a las circunstancias cambiantes.
Hay aquí una lección para la UE: las reglas no son un sustituto de la confianza. A menos que la UE genere confianza entre sus miembros, el desacuerdo sobre las reglas fiscales continuará, lo que socavará su credibilidad. Como resultado de ello, cualquier reforma del Pacto de Estabilidad y Crecimiento probablemente sea considerada insatisfactoria en pocos años.
De todos modos, un nuevo marco para un diálogo entre los gobiernos nacionales y la UE haría mucho más para fomentar la confianza que reglas más inflexibles y poco realistas, y tendría implicancias que irían mucho más allá de la estabilidad fiscal. En un panorama geopolítico cambiante, Europa debe articular una visión compartida del papel que quiere desempeñar y generar un sistema de gobernanza común que lo sustente. La base debe ser una estrategia creíble y ampliamente aceptada de cara a las finanzas públicas.
Lucrezia Reichlin, exdirectora de investigación del Banco Central Europeo, es profesora de Economía en la London Business School y administradora de la Fundación de Estándares Internacionales de Reportes Financieros.
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