En la política, ideales y pasiones se entrecruzan, creando un fenómeno intrigante: la lucha obstinada por algo que su dueño nunca quiso, ni quiere. Comportamiento, cargado de contradicciones y motivaciones complejas, que refleja una paradoja desconcertante de la condición humana. ¿Por qué luchar por una posición no solicitada ni deseada?
La política moderna, tanto en democracias como en regímenes autoritarios, está repleta de casos en los que un gobierno, nación e incluso un individuo invierte ingentes recursos para obtener, preservar o defender algo que el beneficiario rechaza. Las razones detrás de este conflicto son diversas y, a menudo, envueltas en capas de justificación moral, económica o ideológica que desdibujan la motivación detrás del enfrentamiento.
De los pretextos más comunes es la idea del “bien común”. Suelen esgrimir el argumento de que su lucha no es por ellos, sino por un colectivo que ignora sus propios intereses. Aquí, surge una visión paternalista de la política: un actor externo que, asumiéndose superior en juicio, se convierte en el guardián de los deseos de aquellos que ni siquiera son conscientes de sus propias necesidades. Narrativa utilizada para justificar guerras, invasiones y reformas draconianas.
Sin embargo, no puede imponerse ni debe ser forzado. En su esencia, es una construcción que nace del consenso y diálogo. Cuando se brega por algo indeseado por su dueño, el acto de imposición socava cualquier atisbo de justicia. La disputa, entonces, se convierte en un ejercicio de poder, donde el «benefactor» se erige en juez y parte, desconociendo la autonomía de quienes dice proteger.
Otra explicación, más personal y menos altruista, el orgullo. Sentimiento arraigado en la naturaleza humana, responsable de innumerables conflictos. En política, el engreimiento lleva a un actor a luchar por una causa que, en el fondo, no le interesa, convertido en un símbolo de su estatus o autoridad. La necesidad de no retroceder, no perder la cara frente a rivales o aliados, puede ser una fuerza devastadora.
Cuando la jactancia se adueña, la lucha por lo ajeno se vuelve inevitable. No importa si el favorecido la rechaza, si lo que se persigue es irrelevante o incluso dañino; el acto de ceder es interpretado como debilidad imperdonable. Los recursos materiales y humanos, se desperdician en una causa vacía de sentido, mientras los problemas quedan relegados a un segundo plano.
En su dimensión más abstracta, la política tiene tendencia a deshumanizar al individuo, transformándolos en peones dentro de un tablero de intereses. Gobernantes y líderes con frecuencia se distancian de la realidad concreta de los ciudadanos, que deberían representar o defender. Escenario que ocurre tanto a nivel local como global. ¿Cuántas veces observamos a potencias extranjeras intervenir en nombre de una nación oprimida, que jamás solicitó intervención? ¿Cuántos conflictos han sido alimentados por la lucha en nombre de un pueblo que prefería mantenerse al margen?
El riesgo del ensimismamiento radica en que convierte a los sujetos en ideas. Pueblos, comunidades e individuos dejan de ser vistos como actores autónomos con deseos propios y pasan a ser símbolos que deben ser liberados, protegidos o guiados. Una pérdida de rasgos humanos peligrosa, porque enmudece a los protagonistas de la historia.
Frente a la lucha por lo ajeno, el silencio de su dueño es un grito ensordecedor. Mutismo que puede ser interpretado de muchas maneras: desde la indiferencia hasta la resistencia pasiva. Lo cierto es que, en muchos casos, el rechazo a participar en la reyerta es en sí mismo una forma de protesta. Al no querer lo que se ofrece, hace una declaración poderosa: la lucha por lo que no se quiere es, en el fondo, una lucha vacía.
El rechazo silencioso estimula a reflexionar sobre la necesidad de respetar la voluntad, escuchar antes de actuar y reconocer que no toda causa noble merece ser peleada si el destinatario no comparte el mismo entusiasmo.
Combatir por algo que su dueño ni quiso ni quiere es malgastar energía, tiempo y recursos en una batalla que, desde su inicio, parece destinada al fracaso moral. La sabiduría política reside en saber cuándo intervenir y, más importante, cuándo no hacerlo. Respetar la autonomía, colectividades y naciones es principio básico para la construcción de una política humana.
La historia demuestra, una y otra vez, que las luchas impuestas desde el exterior, por mucho que se pretendan bienintencionadas, terminan en desastre. Solo cuando los verdaderos dueños de una causa se convierten en protagonistas, nace una trifulca legítima y con sentido. Hasta entonces, cualquier esfuerzo es, por definición, en vano.
La política del respeto y la escucha es aquella que entiende que no toda beligerancia debe ser librada y que, a veces, la victoria radica en saber cuándo no luchar.
@ArmandoMartini